El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

El Juez

                La noche tormentosa no era óbice para que dentro de una casa solitaria, en el campo, un grupo de personas se entretuviera viendo una película. El impetuoso clima no dejaba de sacudir las líneas de la corriente, que cansadas de ser vapuleadas se dejaron caer rendidas. La casa quedó envuelta en un silencio sepulcral, hasta que Juana dijo:
-          Se cortó la luz -  Encendiendo un fósforo iluminó escasamente la habitación.
-          ¿En serio?, no me digás - Ironizó Raúl que estaba a su lado.
-          En vez de decir estupideces podrías buscar velas o algo así. ¿ Te parece?- dijo Juana dejando entrever que le había molestado el comentario de Raúl.
-          Bueno, no  nos pongamos histéricos- intervino José. Raúl trajo de la cocina un sol de noche y lo puso sobre la mesa. José continuó-  ahora tenemos luz.
-          Si, tenemos luz,  pero sin corriente no vamos a poder ver la película. ¿Qué mierda vamos a hacer ahora?- Dijo preocupada Ariadna- Nos vamos a aburrir como ostras.- Fuera de la casa la tormenta se debatía con más fuerza. Fue entonces cuando Juana trajo un mazo de cartas viejas y gastadas por horas de truco y las dejó en la mesa.
-          ¿ Se animan a una mano?- dijo desafiando a Raúl y a José, estos se sonrieron y José  tomó el mazo, lo barajó cuidadosamente.
-          Cortá  - dijo y comenzó  a dar las cartas. Pero la jugada se vio interrumpida por un rayo, el cual pareció caer cerca de la casa. Juana gritó. Todos se sobresaltaron y miraron la ventana que daba al frente de la casa. El resplandor del fuego indicaba el lugar donde había caído un árbol, abatido por el rayo.
-          Esta tormenta me hace recordar- dijo José dejando las cartas, y sentándose en una silla continuó- a una historia que me contaron hace unos días.
-          Llegó la hora de la estupidez- dijo Juana.
-          Ninguna estupidez, esto es real. Me lo contaron en el tribunal.  Yo  conocía al Juez.
-          ¿ Qué Juez? - preguntó Raúl.
-          Juan Rolliza, de la cámara del crimen. Era un  tipo bajo, cano, nervioso y de una mirada fría y por sobretodo un pedante de la vieja escuela. Esos que no los quiere ni la madre- José se acomodó en su lugar y comenzó su historia
                        "Juan, el Juez, estaba sentado frente al fuego del hogar, leyendo un libro. La noche se levantaba sobre el cadáver del día. La calle oscura, silenciosa, abría paso a un viento frío y calmo, preludio de una tormenta.  Era tarde y en la vereda se veía a una prostituta frotándose las manos por el frío. Era la última, que fuera por fea o por costosa aún no conseguía cliente. Apoyada a una pared esperaba sin moverse. Al pasar los minutos la temperatura bajaba más y la joven comenzó a caminar dando patadas al piso. El silencio se vio quebrado, toda la cuadra se estremeció con el ruido de sus tacos.
                        Comenzaba a entrar, Juan,  en un reparador descanso, cuando aquel estrépito lo asalto de súbito. Creyó que alguien había entrado a su casa. Tomó un arma y se dirigió a la ventana. En la calle únicamente se veía a la prostituta quien se subía a un auto que se estacionó a unos metros de su casa. El silencio se adueñó nuevamente de la calle que volvió a su mutismo gélido. El Juez se tranquilizó, dejó su arma sobre una mesa regresando a su lugar frente al hogar. Ahora no podía volver a conciliar el sueño. No era la primera vez que padecía insomnio, la vigilia de noches enteras le era familiar. Algo en su cabeza no lo dejaba dormir. Era, tal vez, alguna rara sensación de culpa que no podía reprimir, ni tampoco precisar. Tal incomodidad se daba todas las noches y comenzaba por un repentino ahogo, que le producía la necesidad vital de salir a un lugar más amplio. Su hogar se convertía, para él, en una diminuta celda. Muy pequeña.
                        El Juez se enfundó en una campera. Quería comprar cigarrillos. Cualquier razón para irse de allí era  buena. Cruzó la calle que aún permanecía inhabitada, salvo por los dos personajes del auto, que al parecer se trenzaban en una lucha feroz. A pesar de vivir en pleno centro de la ciudad, no podía encontrar un solo kiosco abierto. Caminaba frenéticamente sin mirar nada más que hacia delante. Al doblar la esquina encontró su ansiado objeto. El lugar era atendido  por un joven, el que tenía toda la cara minada por el acné. Juan pidió su atado de cigarrillos lacónicamente.
                        De nuevo en la calle, retornó a su casa. El viento de la tormenta que comenzaba a cubrir el cielo, había llamado su atención despeinando su argentino cabello. Apuró el paso. Sentía que el frío le carcomía los huesos y solo ahí notó, al mirarse, en  que  estaba escasamente abrigado. En el afán de llegar a su casa no sintió las pequeñas gotas de agua que comenzaban a caer. En el zaguán de su casa se detuvo a buscar las llaves. Nervioso abrió la puerta y se sentó en el sillón de su casa. Se encontraba febrilmente alterado. Se asomó a la ventana, ahora veía caer la lluvia en grandes gotas. El auto seguía estacionado. Los vidrios empañados y la tranquilidad que reinaba en su interior, le confirmó la idea de que habían terminado.
                        Se dijo mil veces estúpido, como era posible que un hombre, un Juez de personalidad tan fuerte y decidida temblara como una hoja. Caminó por el comedor tratando de pensar en otra cosa. Este no era un día más de insomnio, era distinto. Se acercó al diario. La noticia era clara y en letras grandes para lo que podía ser un titular de esa sección. El  timbre de la campana sonó violentamente por unos segundos. Tomó el revolver que se encontraba en la mesa y se encaminó a la puerta. Frente a ella, miró por la rendija. No se distinguía absolutamente nada. La campana sonó por segunda vez. Juan abrió tímidamente y pudo ver a la prostituta que anteriormente se encontraba en el auto. Un poco mojada habló casi al mismo tiempo que se oía el auto marchándose.
-          Disculpe - dijo la mujer, hizo una pausa y le pregunto- ¿me presta el teléfono?. Vi que estaban las luces prendidas y supuse que no dormía- dijo ella a manera de explicación. Juan que en otra ocasión no hubiera aceptado que entrara, esta vez si lo hizo, quizás por hallarse extremadamente asustado, por primera vez, al sentirse tan solo y apesadumbrado.
-          Tome el teléfono - dijo el y se lo ofreció  señalando una mesa pequeña. Al verla, Juan, notó que tenía menos años que los que aparentaba. La forma de caminar era evidentemente sobreactuada y no creía que fuera una profesional de muchos años de ruta. Al colgar el teléfono, la joven le pidió un cigarrillo y él se lo entregó. El Juez le ofreció un asiento, pero ella repuso:
-          Solo por dinero, si no hay guita nada de esto- y se señaló con el dedo el cuerpo.
-          No, solo quería ser amable- dijo visiblemente perturbado, se daba cuenta de la situación bochornosa en la que se encontraba.
-          Claro, y después hacerlo sin pagar - La insolencia de la prostituta, había causado efecto demoledor en el ánimo de Juan, que le pidió que se fuera. Ella sin más que decir se encaminó a la salida, abrió la puerta y se fue.
Juan volvió a la ventana y siguió a la joven con la mirada. La vio desaparecer en la esquina,  llevando tras de sí su voluptuosa juventud. Él volvió a sus cavilaciones. Ya había olvidado las razones del porque de su estado. Pero en el momento en que iba a recordarlo, la brisa que provenía de una ventana abierta dejó a sus pies el terrible artículo del diario. No solo lo lleno de estupor la nota que estaba en el piso, sino la ventana que él recordaba haber cerrado bien. Fue apresuradamente hacia ella. Al comprobar que no había nadie fuera la cerró. Su corazón latía fuertemente. Regresó al lugar donde se encontraba el diario. Lo levantó del suelo y releyó por enésima vez las líneas malditas. Aquéllas que le causaban pavor decían: " El día de ayer le fue concedido un indulto a Luis Arguello, quien cumplía una condena a cadena perpetua por el homicidio de sus padres...". El sentido de los símbolos se le escapaban y no podía entender lo que leía. El  apellido Arguello le corría la cabeza una y otra vez. Bajó el diario y frente a él, apoyado en una mesa se encontraba un joven, un hombre. "Esto es una elucubración de mi mente", pensó. Pero lo reconoció. Habían pasado los años, pero en esencia era igual.
El horror que experimentaba lo había inmovilizado. El diario cayo al piso, desordenado, causando un estrepitoso ruido que quedó ahogado en el negro silencio que envolvía el lugar. El corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo, golpeándole la piel del pecho.
-          Señor Juez- dijo el recién llegado - parece estar usted un poco atemperado, debe descansar.
-          ¿Qué quiere? - preguntó con la voz apagada casi temerosa.
-           Algún tiempo atrás yo le dije algo- El hombre se sentó en una silla- yo le prometí algo, ¿lo recuerda?.
-          ¿Quién es usted? - Preguntó Juan.
-          Vamos- exclamó el desconocido- No me diga que no leyó el diario. Lo veo en su cara y también veo que todavía recuerda que en el momento en que usted me condenó yo le juré que volvería. Y volví. Son veinte años de cárcel y de condena solitaria, olvidada, triste. ¿Cómo va ha ser la condena cuando uno es inocente?
-          Yo no se nada- Juan se acercó al teléfono- Voy a llamara la policía.
-          La línea no tiene tono, un rayo tiró la línea- Luis se levantó y con violencia le dijo- Usted me condenó, y sabía que era inocente. Y vengo a cobrarme. Usted se aprovechó de un niño, me culpó de la muerte de mis padres. Nunca se ocupó de buscar la verdad.- El Juez sacó rápidamente el revolver que llevaba en la cintura y le apuntó. Luis sonrió y tranquilamente le dijo:
-          Ahora quiere matarme, más feliz hubiera sido si lo hubiera hecho veinte años atrás. Ahora me da lo mismo. Puede ser distinto para usted, tal vez solo han transcurrido unos años, pero para mí es el día siguiente al juicio. Yo no he sentido el paso del tiempo. Solo tengo la amarga sensación de haber perdido mi vida.
-          Lo siento- dijo el Juez- yo sabía que usted era inocente, no desde el principio,  pero un crimen necesita un culpable. Todo crimen que no encuentra un responsable es una mancha a nuestro sistema de justicia. No podemos dejar que el temor por el crimen sin castigo se adueñe de nuestra sociedad. Si no hay confianza en la justicia, que nos queda. Lo siento por usted, el caso de la muerte de sus padres causó estupor en nuestra comunidad. Teníamos un crimen, necesitábamos un responsable.
-          Lo odiaría, pero... - dijo Luis y tomando aire- pero hay otra justicia que le caerá como un martillo en la cabeza. Y ese será el final. El triunfo final de la justicia. Y no creo que en esa justicia pueda usted intervenir.- y diciendo esto se dirigió a la puerta. Lo miró de reojo y dijo- Adiós.
-          No- dijo el Juez- no se puede ir.
Sonaron dos disparos. Por la puerta pasaba la prostituta que inmóvil observó como un hombre abría la puerta de la casa del señor al cual le había pedido el teléfono. Juan dio unos pasos y cayó sobre la vereda mojada por la lluvia. Detrás de él, apareció el Juez empuñando un arma aún humeante. Ella corrió. Nunca más caminó por esa vereda. En el piso, yacía muerto el extraño. Un hilo de sangre corría hacia la calle. El Juez se acercó para constatar si vivía. La luz de la calle iluminaba el rostro del intruso. Al acercarse, el Juez, vio con espanto la sonrisa tranquila de Luis.
Esa noche fría y húmeda,  la policía recibió un llamado, un Juez decía haberle disparado a un hombre. Cuando llegaron, sobre la vereda había un hombre muerto en el piso. Junto al cadáver, el Juez se encontraba sentado, con la mirada extraviada."
-      Tengo sueño- dijo José- me voy a dormir.
-          ¿Y? ¿ Qué paso? - preguntó Ariadna- ¿qué hizo el Juez?
-          Nada, murió tiempo después, fue un confuso caso de suicidio. La conciencia le jugó una mala pasada. - dijo José.
-          ¿La conciencia?- preguntó Juana.
-          La justicia - sentenció José. Era muy tarde y la tormenta había pasado. En el cielo diáfano  se podían ver las estrellas claramente,  como ángeles en busca de paz. Juana miró por la ventana. La quietud reinaba fuera.

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