El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

La Princesa y El Dragón

     
         Era Invierno, una estación poco propensa para encontrarse con Dragones, y a pesar de ello, frente a mí se erguía imponente la infernal criatura. También no es común hoy en día ver a una princesa raptada por una bestia, pero la realidad me mostraba otra cosa. Esposada a un muro lloraba una princesa. Su belleza era descomunal discrepando con su pequeña figura, como si Dios al crearla hubiese considerado exagerado atribuirle un gran cuerpo a tan augusta lozanía. Los prados se iluminaban con su risa y sus ojos verdes, humedecidos por el llanto, requerían algún auxilio.
         Yo no soy un caballero muy valiente, y debo reconocer, no sin vergüenza, que no me sentí lo suficientemente fuerte y arriesgado como para sacarla de su estado de cautividad. Contemplé a lo lejos cómo sucumbía con su llanto. Y no hice nada. Paralizado, decadente, no era digno de ser llamado hijo de esta tierra. Cobarde. Es que en cierta forma, me excusaba, jamás podría arrancarla del suplicio del Dragón. Él es más fuerte.
         Los días fueron pasando y el llanto se fue agotando, parecía resignada, sumisa. Consumida por el dolor se entregaba a la bestia. Y fue allí donde reaccioné. No pude ver echada tanta belleza a los brazos del abismo blasfemo de la bestia. Tal vez yo perdía lo poco que tenía. Era probable que después de salvarla la perdiera. Quizá no volvería a tener la posibilidad de contemplarla, mas aquel sacrilegio a la vida, ese abandono a la inmunda fiera, no podía ser admitido por un caballero, aunque débil, que se preciare de tal.
         Empuñé mi espada. Aún no sé de dónde surgió tanta fuerza. El ocaso del día iluminó levemente la hoja de mi espada, y el Dragón lo percibió. Pude ver el odio en sus ojos gélidos. Me enfrentó violentamente, arrojándome de un golpe contra una roca. Me rehice lo más rápido posible, y cuando logré incorporarme, volvió a lanzar un furibundo golpe que afortunadamente evité con un salto. La confianza se fue apoderando de mi cuerpo. Un fluido mágico y caliente dominó mis entrañas, y me renovó el carácter. Ya no era tan difícil vencer al Dragón, pensaba, y poco a poco dejaba de producirme miedo su descomunal figura. La bestia maléfica se había convertido en un espectro, en algo débil, casi inexistente. La figura omnipotente de la bestia se fue diluyendo, como el sol del día que había terminado. Se agotó. A medida que yo cobraba fuerza, lo que había sido un temible y abominable ser, ahora yacía agonizando en el piso. Sin tocarlo, había perdido todo el temor que inspiraba y había perdido la raíz de su existencia. La princesa había observado atentamente el desarrollo de la pelea. Me acerqué y procuré quitarle las cadenas que lastimaban sus muñecas. Una vez libre se volcó en mis brazos y lloró.
La noche había destronado al sol y la ennegrecida inmensidad se poblaba de minúsculos reflejos de luz, como si el sol hubiese estallado en millones de pedazos y ahora sus esquirlas deterioraban la oscuridad. La princesa cansada se durmió frente al fuego. Era bella y no tenía nada que envidiar a las hadas. Nunca podré olvidar su pequeño rostro enrojecido con el dolor del sufrimiento, ni sus pequeñas manos cruzadas sobre su pecho. Y no es que tenga buena memoria, sino que los bellos recuerdos nos guían tanto en la vida como en la muerte. Todos sabemos lo difícil que es sobrellevar el dolor, sólo nos aplaca el sufrimiento la existencia terrena de esas pequeñas criaturas, dulces, angelicales.
            Un frío me recorrió la garganta. Intenté tomar mi espada, pero mis dedos y mis manos no respondieron mi llamado. Quise gritar. El silencio de la noche era perceptible y gracias a él pude constatar que mi corazón ya no latía. Un charco de sangre brotó de mi pecho. Rojo y caliente. Dicen que el último instante de la muerte queda impreso en nuestros ojos. Mi imagen fue la de mi bella y dulce princesa, con los ojos aterrados y la tenue figura del Dragón.
No triunfé, de hecho perdí. No todos tenemos pasta de héroe, pero confío en que Dios enviará para bien de aquella mujer un salvador. Aquel que la libere del horroroso cautiverio de la bestia. A mí me espera la eternidad y el consuelo de sus hermosos ojos verdes.

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