La triste pantomima de la muerte había concluido. Los ojos vacíos del muerto, visiblemente desorbitados, tornaban el cuadro más patético.
Estrecha y fría, la habitación sólo albergaba algunos muebles viejos, dispares. Junto a la cama, el doctor cerraba los ojos de aquel hombre que había padecido su enfermedad hasta el final. Estoico, el ayudante del muerto, no podía borrar de su retina las últimas horas vividas.
Unos minutos más tarde, se llevarían el cuerpo, rígido y frío, hacia el cementerio. Era una condición del reciente fallecido. Nada de nada.
Los empleados de la municipalidad lo colocaron en una camilla metálica, envuelto en sus sábanas, y lo cargaron torpemente en la ambulancia. Fría y gris, la mañana no presagiaba nada bueno, y gente al ver la ambulancia se acercó a la casa.
Martín, el ayudante del muerto, fue abordado por mil preguntas, oportunistas y lisonjeras, con el fin de obtener alguna pieza u objeto del muerto.
- No hay nada de valor, dijo cortamente Martín, y conforme la mañana daba paso al vasto sol, se alejó del lugar.
A la tarde, frente a las puertas del cementerio, Martín se detuvo. El doctor que lo seguía le reprochó su estancamiento y le aconsejó que lo acompañara. Pomposo y hablador, le expuso mil teorías de la muerte digna, mientras que al mismo tiempo aventuraba otras tantas sobre la causa del fin del desdichado hombre.
Martín sentía frío. La oscura y triste fachada de los Mausoleos le desagradaban mucho. Casas de muertos, pensó. Quizás allí, esperen el juicio.
El sacerdote dio una bendición solemne, pero a pesar de ello no pudo arrancar ninguna lágrima a los concurrentes.
Lentamente se fueron marchando todos, los familiares, los amigos, los empleados. Era un gran funeral, para un pequeño muerto. Un hombre poderoso e insigne. Hábil para la oratoria, aclamado por sus colegas, un hombre completo.
Martín sentía un vértigo espantoso, la cabeza le zumbaba, la fosa minúscula se le asemejaba un abismo. Retumbaban las palabras del muerto, una y otra vez. Las oía desde el fondo del pozo. Estaban en el aire, en los mausoleos, en cada lápida húmeda.
Mientras los empleados municipales tapaban con tierra el cajón, Martín recordó las últimas palabras del tan encumbrado hombre.
- Nunca amé a nadie.
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