El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

Barcelona y la Bailarina

La mañana otoñal, siendo cálida, había comenzado con nubes, visibles sobre la Catedral. El viento azotaba el campanario de la construcción gótica. Inmutables las gárgolas, advertencias del mal en el mundo, inmutables, no hacían caso al ruido que venía de la plaza.
El juego y baile de un grupo de jóvenes arreciaba el espíritu caótico del paseo que perdía la tranquilidad del domingo. El bullicio fue in crescendo, y no había espacio que no se encontrara abarrotado por mor de los vendedores ambulantes llegados con sus bártulos y vituallas para los visitantes hambrientos.
Sobre una esquina, casi llegando a la columna romana, que el Imperio y el tiempo habían olvidado en aquella luminosa orilla, se agrupaba gente, que aplaudía rabiosamente el espectáculo que sobre el círculo se desarrollaba.
Interesado pero cauto, me aproximé al ruidoso público, con el fin de constatar la escena que se desarrollaba.
Al acercarme, podía percibir un golpeteo frenético, sobre el piso, cual martillo de carpintero en un maniático comportamiento, daba y azuzaba a un pobre clavo.
Frente a mi, al apartar a los alborotadores a fuerza de codos, pude ver claramente el distracción. Una dama, vestida de faldón negro y camisa roja, con su pelo azabache recogido, bailaba al compás de una música histérica y dramática, que acusaba cierto rencor por engaños pasados,
Sus movimientos, armoniosos, pero duros y agresivos, traducían un sentimiento amargo y doliente, coronado con el gesto fastidiado de su rostro.
Sus sentimientos florecían, su gracia se imponía, ¿qué bailarina no tiene gallardía y pasión? Quién pudiera sentirse en reposo en el juego del baile, y con él abandonarse en un beso, olvidándolo todo.
Pero la bailarina no bailaba, mostraba su dolor, revelaba su aprensión para con el mundo, nosotros y aquél que le había usurpado el corazón.
Su gesto, me oprimió el corazón. Yo también dolía, sin poder descargar mi tristeza, ni poder apartarla de mí. Sufría.
El olvido, imposible. Y el tormento de sus ojos una espada que atravesaba mi cuerpo, sin piedad. Ella, lejana y fría, no cesaba de vagar por mi mente como un fantasma en pena, reclamando presencia. De nada valía buscar, entre la gente, la salvación a mi suplicio, de nada valía sentarse para darle reposo a mi atormentado cuerpo, ya que de mi alma bullía el deseo de verla.
Aún recordada sus últimas palabras, antes de despedirme, cargadas de enojo, e hirientes, como un fino estilete, que no causaba grandes daños, pero que hacía sangrar la carne hasta la muerte.
No, no era Barcelona el lugar para olvidarla, ni un domingo en una mañana otoñal el momento para no recordarla.
Seguí mi camino, hacia la Barceloneta, esperando que el color del Mediterráneo, de un azul puro y descaradamente hermoso, me hiciera olvidar, y tal vez acompañado de una caña, que al rugir en mi garganta, pudiera darme palabras menos amargas, sensaciones menos punzantes, un amor más puro y un reposo a mi alma.

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