El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

Beaconwhatever

En una fría y gris mañana de otoño europeo, me encaminé a la estación de Marylebone, en Londres, a fin de realizar el más esperado viaje de mi vida, Beaconsfield.
Luego de los normales titubeos, idas y venidas propios del extranjero desorientado, logré apearme al tren con destino a la ciudad que vio vivir y morir a Gilbert K. Chesterton, seguramente unos de los más grandes y proporcionalmente más olvidados escritores mundiales.
Contuve la respiración, e intenté concentrarme en el paisaje que alguna vez había visto GK al volver a su casa luego de trabajar en Fleet Street en su periódico, o de tomar alguna cerveza con amigos.
El Paisaje, lleno de casas, rieles y empresas productoras de cemento no era ciertamente, el mismo paisaje que viera él en los años 20. Lentamente, a medida que nos acercábamos a Beaconfield podía apreciar un incremento del ambiente bucólico que tanto apreciaba, y tanto quiso de su amada Inglaterra.
A medida que nos acercábamos al pueblo, una vez que transpusimos Gerrards Cross, y en determinados momentos, la emoción hacía crecer la ansiedad, y los ojos se me nublaban un tanto más que el cielo, gris y amenazante.

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A los siete años, aproximadamente, mis padres me regalaron mi primer bicicleta, una Aurora Cross, un mamotreto azul y terriblemente pesado, en donde de casualidad llegaba a los pedales, mas no al piso, es decir, o pedaleaba o caía, ya que sin rueditas para aprender el manejo de la bicicleta los riegos normales de dicha instrucción se incrementaban. La enseñanza aparentemente era pedalea o muere.
El día del regalo, Reyes Magos, es decir el seis de enero, mi padre me llevo a la vereda de mi casa, en la calle Francisco Álvarez, y me inició en los secretos del manejo del diabólico aparejo.
Demás está decir que bastaron los primeros tres metros para que experimentara mi primer palo en bicicleta, y desgraciadamente no el último.
Como no podía apoyar los pies en el piso, aunque al día de hoy tampoco pueda poner diariamente los pies en la tierra, al perder el equilibrio, mi por entonces pequeña humanidad fue a dar al piso, con un saldo estremecedor, me raspé la mano, y un chichón en la cabeza.
La frustración y el miedo me hicieron abortar rápidamente cualquier intento de montarme a tan deshumanizado aparato, y le dije a mi viejo (por aquel entonces papá)  que cambiara dicho regalo por algo más simple y menos atemorizante.
Siempre había sido poco propenso a la aventura, y la experiencia, breve y traumática, me indicaba que no era un camino exento de hematomas y contusiones.
Mi padre, quién siempre me entendió, a pesar de mi falta de autoconocimiento, paciente y sincero, me dijo, y aún lo recuerdo, que tarde o temprano tendría que aprender, sólo o con él y aclaró que ese día tenía tiempo para enseñarme. Me dijo que seguramente me iba a caer varias veces, pero que era necesario tener confianza y paciencia porque seguro algún día iba a llegar.


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Como hacían dos semanas que había abandonado mi país, me encontraba cansado de tanto museo, parque y diversión, y cuando llegue a Beaconsfield, mi cuerpo, extenuado, temblaba.
La estación no tenía ningún tipo de característica llamativa o diferenciadora del resto de las estaciones, era una simple parada en el tramado vial Británico, una coma en un mar de letras.
Subí una pequeña cuesta, hasta asomar a la parte nueva de la ciudad, en donde los mercados y la cafetería Costa, franquicia similar a los Strabucks, se erguía anodina e insulsa, como todo lo nuevo que ha realizado el hombre en el siglo XXI.
El centro de la ciudad no atendía a ninguna de mis expectativas, ni mucho menos a mi deseo de encontrarme con un pueblo londinense del siglo XIX. El milagroso cartel de “old town”, me indicaba que a veinte minutos a pie, encontraría la ciudad vieja, y con ello, la punta de ovillo de lo que buscaba.
Caminé bajo la custodia de añosos árboles, sobre un camino transitado por autos modernos, y de un otoñal amarillo, que hacía más familiar el ambiente. Obviamente, lejos de casa, cualquier cosa hace que uno recuerde su hogar, con tanta añoranza que lo vemos en cada hoja o resquicio de naturaleza.
En el trayecto me acompañó un terrible viento, que azuzaba de izquierda a derecha, mi lento y campestre caminar.
Llegado a la rotonda que coronaba la parte vieja, comencé, dentro de mi espantoso e irrepetible balbucear inglés, a preguntar a los atormentados habitantes, que ante tan canallesca forma de comunicarse respondían con un respetuoso “Sorry, I don’t know”.
Encontré un iglesia, en donde se levanta un monumento a los caídos durante la primera guerra mundial, un Cristo sobre una piedra que recuerda a los ingleses que dieron la vida por su país, y cuya construcción fue discutida en la época en que Chesterton había vivido ahí, y que él  reflejara en un articulo, que me vino a la mente inmediatamente.

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A pesar de mis protestas, accedí, por respeto, y por no mostrar debilidad ante mi padre, a subirme al aparato de tortura, y pedalear un poco. Obviamente caí muchas veces más, pero ahora, tomaba algunos recaudos autodefensivos, como tomarme de las rejas de las casas por donde pasaba, y dejar caer la maquinaria maldita, sin que yo lo acompañara.
Eso me libró de moretones, y demás daños, hasta que llegué a poder subir, recorrer y bajar, casi sin incidentes.
*          *          *

Compré un ramo de flores, para dejar en la tumba, y una lata de cerveza, único modo de rendirle un justo homenaje a mi mentor, en el mismo lenguaje, obviamente no en la misma lengua.
Insistentemente continué increpando a los transeúntes, en mi inglés de trinchera, a fin de que me indicaran el camino a “Top Meadows”, el nombre de la casa de Chesterton, o a la Tumba del mismo.
En la iglesia anglicana, que limita con el monumento a los caídos en la primera guerra mundial no tenían ni noticias de su ilustre habitante, ni tampoco de su actual ubicación.
Lo mismo ocurría a cada paso, incrementando mi desazón y nerviosismo, al haber realizado un viaje en aparente carencia de frutos. Evidentemente, la parte vieja del pueblo no me podía dar las respuestas que necesitaba y volví a la parte nueva.
Necesitaba de la enciclopedia universal, Google, para poder obtener algún tipo de pista, que luego de recorrer todo el pueblo en su extensión, no podía obtener.
Retornado al punto de origen, pedí un capuchino y un brownie, para justificar mi asiento, y salvar mis dudas de ubicación temporal.
No hubo caso, no había Google Maps o Wikipedia que me enseñara el camino, ni mucho menos que me indicara el lugar geográfico de mi destino. Insistí desesperadamente por todos los blogs y sitios a fin de encontrar algo, cómo las migajas de Hansel y Gretel, que me orientara.
Luego de minutos de tensa búsqueda sólo encontré una breve y limitada referencia, a una Iglesia Católica, la única del condado, llamada Santa Teresa del niño Jesús. Lugar en donde Chesterton se convirtió al catolicismo, y la cuál ayudó a construir.

                                               *          *          *

Los años fueron llegando, como indefectiblemente nos pasa, sin que avisaran y sin acusar recibo llegué a la juventud, a los quince años más o menos, en los cuáles mi carácter huraño y pesimista se había incrementado. Siendo joven no encontraba sentido alguno a la vida, me parecía algo molesto e insoportable. Reñía diariamente con las obligaciones de los seres humanos normales, e inexplicablemente había llegado a la conclusión, temprana y estúpida, que el mudo era un sinsentido, una especie de trampa para ratones, o a lo sumo una retorcida forma de padecer.
Aún no puedo determinar que oscuro espíritu se había apoderado de mi incipiente razón, pero pudiendo tomar las mieles de la vida, apreciar la felicidad  el gozo de la existencia, rumbeaba por la vida rezongando o sufriendo.
Obvio que jugaba, me divertía y me asimilaba a los modos y costumbres de los niños de mi edad, pero dentro de mí, en un lugar muy oscuro, estaba marchitándome, dejándome morir.
En la paralela y penosa actividad de vivir, se sumó la tortuosa existencia de aprender en una escuela secundaria, que entre otros métodos sediciosos, pretendían que yo leyera libros en vacaciones.
De la infernal lista de libros, dada en diciembre, debíamos seleccionar tres, a fin de ser evaluados a la vuelta de clases. Así es que no sólo debía soportar mi miserable vida, sino que los neuróticos docentes no dejaban de punzarnos con saña, obligándonos a penosas actividades de lectura.
Mi madre, en un intento desesperado por recuperar mi alma y que fuera, no ya un distinguido integrante de la sociedad, al menos un ejemplar útil, me había inscripto en la biblioteca General San Martín, y así poder acceder al conocimiento de libros y con ellos edificarme.
Fue ahí en donde requerí algunos ejemplares de los ubicados en la nefasta lista, que para mi sorpresa y tedio, fue uno sólo, “Werter” de Goethe.
Comencé por la lectura de este, y otra vez mandado por mi insistente madre que no atendió a mi escusa sobre la inexistencia de los volúmenes solicitados, fui a la librería de un personaje llamado Salgado.
Años después conocería al dueño, un hombre de gran porte y una barba vikinga plateada, que regenteaba esta librería y las que posteriormente abrió en Mendoza.
Ese día fui atendido por su hermana, que me logró conseguir dos ejemplares, uno que no recuerdo en este momento, de un autor argentino, y “El Candor del Padre Brown” de GK Chesterton. Cómo no poseía el dinero para comprar ambos, tuve que optar, y adquirí éste último libro.

*          *          *


Gracias a Dios, al menos la Iglesia era conocida, y un simpático Englishman, me indicó como llegar, sobre la calle Warwinck, en un simple y atractivo conglomerado de pequeñas casas de ladrillo visto, color rojo, y tejas negras, con verdes jardines.
Si bien, desde mi llegada a Europa había adoptado la costumbre salvaje e irrespetuosa de moverme por mis propios medios, me perdí, como otras tantas veces había ocurrido en este camino de peregrinación.
Luego de varios minutos de pasar por el mismo lado, descubrí, humilde y silenciosa, una capilla católica. Había encontrado la punta del ovillo.
Pasé dos veces por la puerta, para inadvertidamente poder determinar si se encontraba abierta o cerrada para los oportunistas viajeros como era mi caso.
Mi presencia inadvertidamente no pasó, y salió a mi encuentro, un sujeto, bien inglés, rubio de mediana estatura, quién amablemente me preguntó vaya uno a saber que cosa, porque mi analfabetismo anglosajón sólo entendió “well well well”, como dijera Simenon, ese francés divertido.
En mi chapucera dicción, le pregunté “For the Chesterton house”, que sonó algo así como “Forrrr de Chesterrrton jous” y puse cara de pregunta. El aterrorizado inglés quedó silencioso, y acometí nuevamente con un “Chesterton, the writer, i’m finding his grove”. No pretendo fonetizar esto último porque sólo Dios sabe como sonó.
El hombre hizo un ademán de entender a lo que me refería, y empezó a azotarme con una serie de frases inteligibles a mi capacidad tanto auditiva como idiomática. Sin ser descortés lo detuve con un gesto, y le dije: - I don´t speak english. Sorry.
Señalándose a si mismo dijo: “Francis Tompson”. Yo repitiendo la seña le di mi nombre.


*          *          *

El libro que había elegido, totalmente al azar, abrió mi mente a otro rumbo, rajó el velo que se cernía sobre mis pensamientos diarios, tan negros y horribles como un cuervo, liberando mi mente hacia el humor, y la paradoja. En el primer cuento de la obra Chesterton sentenciaba que el Universo entero tenía sentido y un sentido muy positivo y hermoso al hombre, sólo había que descubrirlo.
Tanto me había motivado Chesterton, que me lancé furibundo contra cualquier libro que encontré, Sábato, Asimov, Goethe, Borges, Casona, Eco y Salgari llenaron mi incipiente biblioteca y mi mente de aventuras y entretenimiento.
Pero, sin saberlo, seguía sin sentirme conforme.
Avancé, sumando años, y llegué, vaya uno a saber de que misteriosa  e inescrutable forma, a la Universidad.
Iniciado en los secretos del derecho romano, y en el ocultismo de la introducción al Derecho, mi mente naufragaba nuevamente entre inútiles consideraciones y la desesperación de la vida. Se había esfumado aquella brisa de la primera lectura de Chesterton, y había vuelto al pesimismo más real y cruel, no esperaba nada de la vida, y rogaba que pronto acabara dicho martirio.
Una mañana, caminando por la calle Colón, de camino a mi casa, en un kiosco de revistas, veo un libro, poco llamativo en su cubierta, pero a un precio irrisorio para un libro. Era “El hombre que fue jueves”, de Chesterton.
Ni que decir lo que experimenté con la lectura del joven protagonista de la novela, que en un mar de pesimismo y desgano, encontraba la conspiración más elaborada y magnífica del mundo, en donde el principal sospechoso de esta maniobra pretendía que tomáramos la vida como un juego, una fiesta de disfraces, en donde cada uno, sabiéndolo o sin saberlo cumplía un papel tan importante como el de Hamlet, y tan conflictivo como el de Macbeth.
La segunda ola de utopía se levantó en mi, y a partir de ahí leí todo, absolutamente todo lo que llegaba a mis manos escrito sobre todo por Chesterton. De él aprendí del heroísmo, la caballerosidad, la fe, la alegría, el verdadero optimismo, en fin, descubrí una forma de ver el mundo, absolutamente desconocida, y llegué a ser libre de mis fantasmas, de mis miedos, y de todo aquello que me sujetaba a una idea de existencia fatal.
Había renacido, todo en el mundo tenía color, y era Chesterton el artista que lo iluminaba con sus formas y colores.

*          *          *

Francis me hizo pasar a la Iglesia, y me presentó a su grupo de lectura bíblica, y saludando a todos, me ofrecieron un asiento entre ellos. Luego de unos minutos de lectura, respetuosamente se despidieron, y Francis me ofreció llevarme a la casa de Chesterton y a su sepultura.
Previamente, pude apreciar, luego de que él me indicara, las distintas menciones que se hacía sobre GK en la Iglesia, ya que con su aporte la misma se había levantado.
Un poema de él, una balada, había sido convertido en un hermoso vitral, en donde Cristo crucificado sobre el árbol de la vida, comunicaba y florecía la existencia a la humanidad, en un sinfín de llamaradas carmesí.
Sereno, y tolerando mi infructuoso inglés, me comunicó que la imagen de María databa de la época de GK, y un vitral en el cual se ofrecía el alma de GK a la Gloria del Señor.
Pude apreciar la lápida original, sobre el patio de la Iglesia, en donde el artista Gill había descubierto sobre la piedra la imagen de Cristo crucificado y la Virgen María llorándolo.
Me llevó a Top Meadows, casa de GK, hoy habitada por otras personas, a las que no quise molestar con mi Japonesa manía de fotografiar.
La casa, en perfecto estado, tenía sobre el dintel de la puerta un cartel azul indicando que esa había sido la casa de Gilbert. Tenía la típica construcción de ladrillo visto rojo opacados por la humedad de esta zona, surcándole la fachada una franja blanca inmaculada, y coronaba un techo de tejas rojas. Tranquila y apacible estancia, tenía una diminuta puerta que hacía difícil imaginar a un Chesterton enorme, un metro noventa y ocho, ingresando por la diminuta puerta de la entrada.

                                               *          *          *

Esta primera parte de mi existencia me había dejado un grato recuerdo de felicidad, y absoluta confianza en la vida. No había nada que temiera enfrentar, ¿qué era más difícil que la muerte? Nada. Y el propio fin de la existencia era, sin lugar a dudas, el momento cúlmine del peregrinar para volver, feliz y reconciliado con nuestro origen.
Pero, como cualquier hombre, tuve que enfrentarme a un dragón, tan poderoso como el que combatió San Jorge y tan difícil que luego de la prueba quedé tan tieso y moribundo como en mis años de juventud.
Volvía a los quince años, con la misma preocupación, pero absolutamente más cansado y abatido. Era volver a sentir la nube del pesimismo, la nueva Babilonia sobre mis espaldas. La desesperanza, mi gran dragón, me había malherido.
Lentamente, intenté reconstruir los trozos de humanidad que habían quedado desperdigados luego de tan formidable e infructuosa lucha contra la realidad amarga. Había gastado todas mis flechas, pero las runas maléficas y el dragón habían logrado sumirme nuevamente en el rencor y el lamento.
No es que dejara de lado el romanticismo y la melancolía propia del que es feliz y no quiere perder la dicha, lo había trocado por la amargura y el tedio del que nada satisfacía. No había lugar para los débiles, no existía espacio para el dolor, y el precio que había pagado era tan alto que no me quedaba ni un duro en la bolsa.
Por ello, y a fin de apartar de mis tantos pensamientos funestos y crueles, emprendí un viaje, lejos de todo. Un viaje tan trepidante que se volvió un lento regreso a la tranquilidad, tan frío y solitario que me reconcilió con el calor de la juventud, y con la práctica del heroico amanecer, del estandarte y la espada. De la guerra por el día feliz, y la búsqueda del entorno apacible.
Caminando por el jardín lateral de las Tullerías, enfrascado en mis pensamientos funestos, como dos cuervos que revoloteaban cerca de mí, me encontré con “Los hijos de Cain”, escultura funesta y clara, en la que los hombres caídos seguían al viejo fratricida, sin paz y sin esperanza, sin saber, por su amargo pecado, que la vida florecía, y que otro hijo de Adán nos levantaría del polvo.
Un cuervo se posó sobre la escultura, sin mirarme. Un rayo atravesó mi mente, y descubrí, que en aquel otoñal día había terminado otro recorrido. Había finalizado el funesto ciclo de seguir repensando mi existencia a cada segundo, arriesgando nada, y pidiendo el premio. Me había caído mil veces, y a pesar de no perdonarme aún, debía levantarme nuevamente.

*          *          *

Llegué a la tumba de GK Chesterton, deposité las flores que llevaba, el cementerio era atizado por un viento feroz y extrañamente agradable, como las ideas de un futuro, ni feliz, ni tortuoso, sino digno de ser vivido plenamente.
Miré, filmé y fotografié la tumba, digno Japonés arrepentido.
Y sinceramente, desde el fondo de mi corazón, le agradecí a ese hombre, que me había salvado la vida tantas veces, del que yo no soy digno de considerarme su amigo, y cuya santidad, humor y felicidad había sido la guía durante mis últimos veinte años. Y me incliné, para saludarlo, y rendirle homenaje, a quién pese a todas mis debilidades se había mantenido como fiel amigo.
Y sin rimbombancias, sólo y abandonado en un país ajeno, con un idioma extraño, apenado por mis carencias, le dejé un gracias, tan eterno y sincero como mi corazón podía, a él, un hombre con el cual a pesar de estar separado por un siglo de existencia es y será mi amigo.

*          *          *

Me dijeron “suerte en "Beaconwhatever", una frase que me dejó pensando en que independientemente de cuando nacemos, el tiempo en el que vivimos, o si pertenecemos a un pueblito bucólico y perdido como Beaconfields, hay una verdad tan concreta como las piedras, y es que la muerte nos iguala, el credo nos une y la amistad nos salva.

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