El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

El retiro

Iban dos a uno abajo, el marcador apretaba, y no queda tiempo. Sobre el costado de la cancha entraba en calor la nueva promesa, que con el número 19 esperaba que se produjera el cambio.
Las rodillas lo torturaban, y el cansancio le impedía respirar bien. Casi no podía pensar claro, no podía ver nada.
Recordó por unos segundos, la saga de su carrera, y sus glorias pasadas. El ya no pertenecía a este tiempo.
De espaldas al arco rival miraba absorto a los demás competidores, propios y ajenos, tatuados, con peinados raros, y nuevos. Que se gloriaban de sus tapas de revista y su vida rodeada de modelos.
El en cambio, había recorrido el potrero humilde y silencioso de la esquina de su casa, donde había aprendido todos los trucos del golpe a la pelota desgastada y vieja.
Salió de sus cavilaciones de imprevisto, en el costado de la cancha, el cuarto árbitro revisaba los tapones del suplente, y futuro titular, el nuevo número 9.
Quedaban segundos, y nunca más volvería a pisar el campo, nunca mas sabría de golpes, desgarros y lesiones, pero también dejaría el fuego sagrado y la emoción del gol.
Volvió en sí, porque rápidamente, el Panza Garro, el enganche del equipo, ese 10 que ya no quedaba en el fútbol rápido, físico y europeo que jugábamos, le gritó.
Ese grito significaba solamente una cosa, y lo sabía. Por eso, rodeó a su marcador, que distraído por un segundo, no pudo ver que la pelota había salido eyectada, con un golpe preciso a la espalda de toda la defensa.
Pero El 9 sabia su trabajo, y rápidamente cálculo la trayectoria, sabia el peso exacto de la pelota, y donde se pasaría, y cuando llegó ese momento culmine, en donde iba a rebotar nuevamente y perderse para siempre, la besó con la cara externa de su pie izquierdo, tan suavemente como debe tratarse a una mujer o a una rosa.
Y la pelota que entiende de buenos tratos partió, dócil y lentamente hacia el gol.
Era gol, golazo, el último, el que faltaba. El hijo pródigo y legítimo que vuelve al padre, y regalaba la corrida final hacia la tela que agitada por la muchedumbre vibraba.
Lloró.
El cambio lo reclama. Sale al trote corto. No quiere que pase. Que no se termine, que sea eterna la última salida, del último partido, del último gol.
Pero no, choca la manos, saludando al nuevo delantero, que lo ignora, porque invisible, ya no era hoy, era ayer, como el diario de la semana pasada.
Alzó las manos y devolvió al público, el atroz griterío de la gente de cariño. Por última vez.
Pero se quedó parado, inmóvil, sobre el campo, mirando esa línea, que fría, y acusadoramente, señalaba el fin.
La cruzó. Humilde. Sereno. Dejaba atrás la gloria, y con ella parte de su corazón.
Había llegado el fin, y ya no importaba.


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