No hay nada comparable a la decepción, a la tristeza de reconocer que lo que se quería o pretendía no era ni lo uno ni lo otro. Sumado a ello, a la innecesaria pérdida de tiempo que nos lleva a dicha conclusión, lo que nos deja exhaustos.
Como decía, igualmente la decepción se agrava cuando dicho sentimiento tiene como depositaria a una persona. Luego de la decepción muta, cambia, su rostro toma un nuevo giro, sus miradas y sus gestos son distintos, sus actitudes son sospechosas. En fin, la decepción devela lo oculto, al menos para el sujeto decepcionado, que en definitiva pasa a ver.
Esa nueva mirada se reviste de verdad, y por tanto de conocimiento, muy contrario a la falsa imagen del pasado.
Los momentos alegres se esfuman, y emerge la negrura de los malos tratos, la indiferencia y el desprecio.
Se levanta la tempestad, y el dolor, con tanta fuerza, que el pobre decepcionado, cual liviano barco, corre por el vendaval de sus sentimientos encontrados.
Trémulo, pierde la esperanza, y surge el más pesado pesimismo. Y como el que espera la muerte, se deja llevar. Y como expresa el dolido Kent: “¡Dejad a su alma marchar en paz! ¡Oh! ¡Dejádle Morir! Sería abominable quererle de nuevo tender en la rueda de este bárbaro mundo.” (El Rey Lear, Shakespeare).
¿Qué más vale el mundo, si no hay esperanza? ¿De qué revestir el dolor, sino más que de la piadosa y fría muerte?
Más vale todo ello, que volver a ser decepcionado. El corazón frío no encuentra tibieza, ni en palabras ni en gestos.
Irrevocablemente gélido aguarda.