El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

Lo hice para quebrarme a mí (Sobre “Déjalas Partir” de Fito Páez)

Después de cada mañana, esas en las que nos enfrentamos al espejo que nos devolvía lágrimas. Cuántas veces nos hicimos daño? Por qué intentamos ponernos en la baranda de la noche y mirar fijo el vacío? Cuando el invierno era verano y la primavera era la quimera que no podíamos recordar.
Y no podríamos explicarlo, ni a nosotros ni a nadie, ni al analista fino, ni al oportunista de opiniones sobre la vida del otro, ni la ilusión podía entenderse, ni la tarde, ni la mañana.
Todo era gris, todo era tinieblas, áspero, sin color, ni tecnicolor, era todo para romper ese silencio y la marca del dolor, del hierro que nos había marcado, lo que ya no será, lo que fue.
Tantos espíritus volcados en las botellas y en la noche, en cada marca, en cada lugar, donde lo intenté, donde quise quebrar, en donde quise quebrarme a mí. Por odio, y por cada día, hasta el fin.
Cuando la mañana sea mañana y el día día, nunca más, menos sufrir, ni quebrar, ni quebrarme a mí.
Todo lo que hicimos para quebrarnos a nosotros mismos, por odio, por amor, por tantas cosas, por tan pocas, pero tan importantes, y que no podemos explicar.

Todo por castigar, por quebrar, por quebrarme a mí.

el espejo

En el desván había, entre polvo y trastos viejos un marco tallado y macizo, que coronaba un espejo.
El niño, intrépido lo había encontrado, y se disponía a tocarlo cuando el abuelo, consciente de la falta del niño, y lo había encontrado finalmente en aquel lugar, lo detuvo.
Suavemente tomó al niño de la mano y lo llevó a un sillón viejo que también descansaba en aquel lugar.
El niño intrigado preguntó que ocurría, y el abuelo le dijo.
Hace muchos años, el espejo se encontraba en una pequeña sala de recepción, en donde la familia le había encontrado el lugar justo.
Le daba realce a la recepción y permitía acomodarse por última vez, antes de salir a la calle, en las mañanas agitadas de trabajo y estudio.
Cierto día, expuso el abuelo, mientras intentaba anudarse la corbata, creyó ver alguien detrás de Él.
Al mirar no encontró a nadie, y apurado como estaba, salió de la casa sin mayor preocupación.
Cierto día, ya tarde, el abuelo estaba arreglando algunas revistas viejas para tirar, cuando volvió a ver pasar algo frente a el, pero del lado del espejo.
Esta vez había notado que el movimiento no se explicaba fuera del espejo, sino que provenía del mismo.
Intrigado, se acercó para poder notar algún detalle que explicará dicha extraña situación, cuando dentro del espejo vio a una dama.
Sorprendido, y aún sabiendo que la mujer estaba dentro del espejo, volteó para ver si estaba en la recepción. Claramente la imagen no se reflejaba fuera.
Al volver su mirada al espejo la mujer no estaba.
Inútilmente pasaba todos los días, esperando el nuevo encuentro, pero tuvo que pasar años para que un día, ya casi habiendo olvidado todo, apareció precavida y tímida.
Era esbelta, suave y delicada, dulce como el rocío de la mañana y tenía una sonrisa dibujada que hacía amable y bella toda su figura.
Que fácil era enamorarse y que simple era gustar de verla, pero luego de tal gloriosa epifanía, pudo notar que no podía tocarla.
Al intentar llegar al otro lado, el vidrio del espejo impedía todo contacto.
Así pasaron las horas, hermosas frente al espejo, que reflejaba un mundo ajeno y al cual no podía acceder.
Un lugar que estaba tan distante como la China, y tan alto como el Himalaya y que como un mundo prohibido le impedía llegar.
Luego, la imagen desapareció lentamente, agotada la magia del momento, el espejo volvía a reflejar, la recepción, tan fría y solitaria como un desierto. Reflejaba a un hombre triste y lleno de dolor por la pérdida del encanto.
Y así, luego del cambio que dictaba la moda, había atesorado el espejo con la espera ilusa e infantil de que el milagro se repitiera.
El niño, incrédulo, se retiró del desván y el abuelo, solo, quedó sentado frente al espejo vacío.
Así víctima de la encrucijada temporal y espacial de no poder cruzar en busca de la dama. Estafado por una vida cruel y sin sentido, se recostó sobre el sillón, gritando en silencio y entre dientes, la impotencia por no poder romper el maleficio y encontrarla.

El retiro

Iban dos a uno abajo, el marcador apretaba, y no queda tiempo. Sobre el costado de la cancha entraba en calor la nueva promesa, que con el número 19 esperaba que se produjera el cambio.
Las rodillas lo torturaban, y el cansancio le impedía respirar bien. Casi no podía pensar claro, no podía ver nada.
Recordó por unos segundos, la saga de su carrera, y sus glorias pasadas. El ya no pertenecía a este tiempo.
De espaldas al arco rival miraba absorto a los demás competidores, propios y ajenos, tatuados, con peinados raros, y nuevos. Que se gloriaban de sus tapas de revista y su vida rodeada de modelos.
El en cambio, había recorrido el potrero humilde y silencioso de la esquina de su casa, donde había aprendido todos los trucos del golpe a la pelota desgastada y vieja.
Salió de sus cavilaciones de imprevisto, en el costado de la cancha, el cuarto árbitro revisaba los tapones del suplente, y futuro titular, el nuevo número 9.
Quedaban segundos, y nunca más volvería a pisar el campo, nunca mas sabría de golpes, desgarros y lesiones, pero también dejaría el fuego sagrado y la emoción del gol.
Volvió en sí, porque rápidamente, el Panza Garro, el enganche del equipo, ese 10 que ya no quedaba en el fútbol rápido, físico y europeo que jugábamos, le gritó.
Ese grito significaba solamente una cosa, y lo sabía. Por eso, rodeó a su marcador, que distraído por un segundo, no pudo ver que la pelota había salido eyectada, con un golpe preciso a la espalda de toda la defensa.
Pero El 9 sabia su trabajo, y rápidamente cálculo la trayectoria, sabia el peso exacto de la pelota, y donde se pasaría, y cuando llegó ese momento culmine, en donde iba a rebotar nuevamente y perderse para siempre, la besó con la cara externa de su pie izquierdo, tan suavemente como debe tratarse a una mujer o a una rosa.
Y la pelota que entiende de buenos tratos partió, dócil y lentamente hacia el gol.
Era gol, golazo, el último, el que faltaba. El hijo pródigo y legítimo que vuelve al padre, y regalaba la corrida final hacia la tela que agitada por la muchedumbre vibraba.
Lloró.
El cambio lo reclama. Sale al trote corto. No quiere que pase. Que no se termine, que sea eterna la última salida, del último partido, del último gol.
Pero no, choca la manos, saludando al nuevo delantero, que lo ignora, porque invisible, ya no era hoy, era ayer, como el diario de la semana pasada.
Alzó las manos y devolvió al público, el atroz griterío de la gente de cariño. Por última vez.
Pero se quedó parado, inmóvil, sobre el campo, mirando esa línea, que fría, y acusadoramente, señalaba el fin.
La cruzó. Humilde. Sereno. Dejaba atrás la gloria, y con ella parte de su corazón.
Había llegado el fin, y ya no importaba.