El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

Borrable

Como resultó tu amor, frío y distante. Cual áspero paño de tristeza, como una lapicera sin tinta, o ese mendrugo de pan seco, muerto. Es como el final del café que uno no se toma, o las tardes que empiezan tarde, o las noches que terminan temprano. No se si es un amor, porque no tiene color, es como el agua, no por imprescindible, sino más bien porque no sabe a nada. Es un amor de vidriera porque sólo sirve para verse, tan golpeado como la última lata de supermercado, o tan prescindible como una corbata. Es un amor huero, porque no genera recuerdos y no hay mención ni condecoración por obtenerlo. No genera dolor porque no es profundo y no tiene profundidad porque se diluye en la superficie gélida del vinilo. Porque no se podía pintar un cuarto, ni una pared, y no valía ni un cuarto del costo. Sabía a helado de limón, y costaba más que una lágrima. Es tan común como una tarde de sábado, y fácil de conseguir como el aire. Hace llorar menos que una cebolla. Porque es un amor que no marca, ni la hora, ni el corazón, porque en definitiva fue algo olvidable, fue un amor borrable. O lo que es peor, no fue amor.

El Perdón

Ciertamente no estamos preparados para entender lo mágico y gratificante que es el mundo. Preferimos la mirada pálida porque es una forma de percibir al mundo menos compleja y más sumisa de la realidad, que la actitud de enfrentarnos a un mundo alegre, sorprendente e incomprensible que nos obliga a pensar y reflexionar. Un hombre golpeado por la vida, por la muerte de un hijo, cuando no hay dolor más grande en el mundo, se acerca a un sujeto que también sufre, por una nimiedad, para consolarlo y ofrecerse como soporte, esto es lisa y llanamente tan sorprendente y mágico que deja perplejo al espectador. No ofrece una ayuda lacrimosa, sino un soporte alegre y vital, totalmente despojada de miseria, autocompasión y morbo. El milagro es evidente, es incomprensible, ¿qué hay detrás de un hombre, que habiendo perdido lo más preciado, puede acercar felicidad y consuelo a un ajeno? La pregunta no es huera y nos enfrenta a lo magnífico. Pero a su vez nos pone en evidencia, secamos nuestras lágrimas en una fuente pequeña, en nimiedades, nos aislamos y revelamos por poco. En cambio, ahí, cerca, el que ha sufrido mucho, da. ¿Qué puede decir quien recibe la gracia del consuelo, cuando quién lo da merece más? Congraciado en el perdón, las heridas tardan en cicatrizar, pero uno se permite perdonar la herida. Es ahí cuando nos asumimos como reyes de la realidad, la doblegamos, porque no basta la resignación, es necesario considerar el dolor como parte de los golpes que tallan el mármol de nuestras vidas. Sin querer uno se transforma en una persona fuera de lo común, tan grande que no entra en la comprensión diaria del que vive en mezquindades, llegando inclusive a prestar su ayuda a quienes, como uno, vivimos penando más de lo necesario, y sonriendo menos de lo aconsejable.

She

Criada de capullo, versátil y hermosa, colorida y callada, desplegaba su belleza en el campo acerado y duro de la ciudad. No conocía el campo, el amor bucólico le era desconocido, el aroma de las flores completaba su sincera y candorosa ignorancia sobre todo aquello que resultara natural. Contrariamente tenía una alegre propensión a la gente, a las luces de neón y a todo aquello que provenía de la Ciudad. Tenía una antigua aprensión a las flores, le asustaban, las despreciaba y les temía, todo al mismo tiempo. Sin darse cuenta que en ellas se encontraba su verdadero lugar, su fuente de alegría. Ocurre, dicen los que saben, que le rememoraba viejos temores, y antiguos dolores. Dolores de los cuales no se sana, y siempre se encuentran presentes. Fantasmas que rumbean nuestras conciencias, y de los cuáles sólo podemos ser exorcizados mediante el calor que proviene del afecto. El amor, ausente y desconocido personaje. Pero su lugar, indefectiblemente era entre las flores. Y así lo descubrió un templado y cálido día de primavera, cuando involuntariamente, pudo apreciar su aroma y belleza, y pudo compartir su esencia, siendo plena, siendo alegre, rodeada de flores, ella, mariposa libre y alegre.

Beaconwhatever

En una fría y gris mañana de otoño europeo, me encaminé a la estación de Marylebone, en Londres, a fin de realizar el más esperado viaje de mi vida, Beaconsfield.
Luego de los normales titubeos, idas y venidas propios del extranjero desorientado, logré apearme al tren con destino a la ciudad que vio vivir y morir a Gilbert K. Chesterton, seguramente unos de los más grandes y proporcionalmente más olvidados escritores mundiales.
Contuve la respiración, e intenté concentrarme en el paisaje que alguna vez había visto GK al volver a su casa luego de trabajar en Fleet Street en su periódico, o de tomar alguna cerveza con amigos.
El Paisaje, lleno de casas, rieles y empresas productoras de cemento no era ciertamente, el mismo paisaje que viera él en los años 20. Lentamente, a medida que nos acercábamos a Beaconfield podía apreciar un incremento del ambiente bucólico que tanto apreciaba, y tanto quiso de su amada Inglaterra.
A medida que nos acercábamos al pueblo, una vez que transpusimos Gerrards Cross, y en determinados momentos, la emoción hacía crecer la ansiedad, y los ojos se me nublaban un tanto más que el cielo, gris y amenazante.

                                                           *          *          *

A los siete años, aproximadamente, mis padres me regalaron mi primer bicicleta, una Aurora Cross, un mamotreto azul y terriblemente pesado, en donde de casualidad llegaba a los pedales, mas no al piso, es decir, o pedaleaba o caía, ya que sin rueditas para aprender el manejo de la bicicleta los riegos normales de dicha instrucción se incrementaban. La enseñanza aparentemente era pedalea o muere.
El día del regalo, Reyes Magos, es decir el seis de enero, mi padre me llevo a la vereda de mi casa, en la calle Francisco Álvarez, y me inició en los secretos del manejo del diabólico aparejo.
Demás está decir que bastaron los primeros tres metros para que experimentara mi primer palo en bicicleta, y desgraciadamente no el último.
Como no podía apoyar los pies en el piso, aunque al día de hoy tampoco pueda poner diariamente los pies en la tierra, al perder el equilibrio, mi por entonces pequeña humanidad fue a dar al piso, con un saldo estremecedor, me raspé la mano, y un chichón en la cabeza.
La frustración y el miedo me hicieron abortar rápidamente cualquier intento de montarme a tan deshumanizado aparato, y le dije a mi viejo (por aquel entonces papá)  que cambiara dicho regalo por algo más simple y menos atemorizante.
Siempre había sido poco propenso a la aventura, y la experiencia, breve y traumática, me indicaba que no era un camino exento de hematomas y contusiones.
Mi padre, quién siempre me entendió, a pesar de mi falta de autoconocimiento, paciente y sincero, me dijo, y aún lo recuerdo, que tarde o temprano tendría que aprender, sólo o con él y aclaró que ese día tenía tiempo para enseñarme. Me dijo que seguramente me iba a caer varias veces, pero que era necesario tener confianza y paciencia porque seguro algún día iba a llegar.


*          *          *

Como hacían dos semanas que había abandonado mi país, me encontraba cansado de tanto museo, parque y diversión, y cuando llegue a Beaconsfield, mi cuerpo, extenuado, temblaba.
La estación no tenía ningún tipo de característica llamativa o diferenciadora del resto de las estaciones, era una simple parada en el tramado vial Británico, una coma en un mar de letras.
Subí una pequeña cuesta, hasta asomar a la parte nueva de la ciudad, en donde los mercados y la cafetería Costa, franquicia similar a los Strabucks, se erguía anodina e insulsa, como todo lo nuevo que ha realizado el hombre en el siglo XXI.
El centro de la ciudad no atendía a ninguna de mis expectativas, ni mucho menos a mi deseo de encontrarme con un pueblo londinense del siglo XIX. El milagroso cartel de “old town”, me indicaba que a veinte minutos a pie, encontraría la ciudad vieja, y con ello, la punta de ovillo de lo que buscaba.
Caminé bajo la custodia de añosos árboles, sobre un camino transitado por autos modernos, y de un otoñal amarillo, que hacía más familiar el ambiente. Obviamente, lejos de casa, cualquier cosa hace que uno recuerde su hogar, con tanta añoranza que lo vemos en cada hoja o resquicio de naturaleza.
En el trayecto me acompañó un terrible viento, que azuzaba de izquierda a derecha, mi lento y campestre caminar.
Llegado a la rotonda que coronaba la parte vieja, comencé, dentro de mi espantoso e irrepetible balbucear inglés, a preguntar a los atormentados habitantes, que ante tan canallesca forma de comunicarse respondían con un respetuoso “Sorry, I don’t know”.
Encontré un iglesia, en donde se levanta un monumento a los caídos durante la primera guerra mundial, un Cristo sobre una piedra que recuerda a los ingleses que dieron la vida por su país, y cuya construcción fue discutida en la época en que Chesterton había vivido ahí, y que él  reflejara en un articulo, que me vino a la mente inmediatamente.

*          *          *

A pesar de mis protestas, accedí, por respeto, y por no mostrar debilidad ante mi padre, a subirme al aparato de tortura, y pedalear un poco. Obviamente caí muchas veces más, pero ahora, tomaba algunos recaudos autodefensivos, como tomarme de las rejas de las casas por donde pasaba, y dejar caer la maquinaria maldita, sin que yo lo acompañara.
Eso me libró de moretones, y demás daños, hasta que llegué a poder subir, recorrer y bajar, casi sin incidentes.
*          *          *

Compré un ramo de flores, para dejar en la tumba, y una lata de cerveza, único modo de rendirle un justo homenaje a mi mentor, en el mismo lenguaje, obviamente no en la misma lengua.
Insistentemente continué increpando a los transeúntes, en mi inglés de trinchera, a fin de que me indicaran el camino a “Top Meadows”, el nombre de la casa de Chesterton, o a la Tumba del mismo.
En la iglesia anglicana, que limita con el monumento a los caídos en la primera guerra mundial no tenían ni noticias de su ilustre habitante, ni tampoco de su actual ubicación.
Lo mismo ocurría a cada paso, incrementando mi desazón y nerviosismo, al haber realizado un viaje en aparente carencia de frutos. Evidentemente, la parte vieja del pueblo no me podía dar las respuestas que necesitaba y volví a la parte nueva.
Necesitaba de la enciclopedia universal, Google, para poder obtener algún tipo de pista, que luego de recorrer todo el pueblo en su extensión, no podía obtener.
Retornado al punto de origen, pedí un capuchino y un brownie, para justificar mi asiento, y salvar mis dudas de ubicación temporal.
No hubo caso, no había Google Maps o Wikipedia que me enseñara el camino, ni mucho menos que me indicara el lugar geográfico de mi destino. Insistí desesperadamente por todos los blogs y sitios a fin de encontrar algo, cómo las migajas de Hansel y Gretel, que me orientara.
Luego de minutos de tensa búsqueda sólo encontré una breve y limitada referencia, a una Iglesia Católica, la única del condado, llamada Santa Teresa del niño Jesús. Lugar en donde Chesterton se convirtió al catolicismo, y la cuál ayudó a construir.

                                               *          *          *

Los años fueron llegando, como indefectiblemente nos pasa, sin que avisaran y sin acusar recibo llegué a la juventud, a los quince años más o menos, en los cuáles mi carácter huraño y pesimista se había incrementado. Siendo joven no encontraba sentido alguno a la vida, me parecía algo molesto e insoportable. Reñía diariamente con las obligaciones de los seres humanos normales, e inexplicablemente había llegado a la conclusión, temprana y estúpida, que el mudo era un sinsentido, una especie de trampa para ratones, o a lo sumo una retorcida forma de padecer.
Aún no puedo determinar que oscuro espíritu se había apoderado de mi incipiente razón, pero pudiendo tomar las mieles de la vida, apreciar la felicidad  el gozo de la existencia, rumbeaba por la vida rezongando o sufriendo.
Obvio que jugaba, me divertía y me asimilaba a los modos y costumbres de los niños de mi edad, pero dentro de mí, en un lugar muy oscuro, estaba marchitándome, dejándome morir.
En la paralela y penosa actividad de vivir, se sumó la tortuosa existencia de aprender en una escuela secundaria, que entre otros métodos sediciosos, pretendían que yo leyera libros en vacaciones.
De la infernal lista de libros, dada en diciembre, debíamos seleccionar tres, a fin de ser evaluados a la vuelta de clases. Así es que no sólo debía soportar mi miserable vida, sino que los neuróticos docentes no dejaban de punzarnos con saña, obligándonos a penosas actividades de lectura.
Mi madre, en un intento desesperado por recuperar mi alma y que fuera, no ya un distinguido integrante de la sociedad, al menos un ejemplar útil, me había inscripto en la biblioteca General San Martín, y así poder acceder al conocimiento de libros y con ellos edificarme.
Fue ahí en donde requerí algunos ejemplares de los ubicados en la nefasta lista, que para mi sorpresa y tedio, fue uno sólo, “Werter” de Goethe.
Comencé por la lectura de este, y otra vez mandado por mi insistente madre que no atendió a mi escusa sobre la inexistencia de los volúmenes solicitados, fui a la librería de un personaje llamado Salgado.
Años después conocería al dueño, un hombre de gran porte y una barba vikinga plateada, que regenteaba esta librería y las que posteriormente abrió en Mendoza.
Ese día fui atendido por su hermana, que me logró conseguir dos ejemplares, uno que no recuerdo en este momento, de un autor argentino, y “El Candor del Padre Brown” de GK Chesterton. Cómo no poseía el dinero para comprar ambos, tuve que optar, y adquirí éste último libro.

*          *          *


Gracias a Dios, al menos la Iglesia era conocida, y un simpático Englishman, me indicó como llegar, sobre la calle Warwinck, en un simple y atractivo conglomerado de pequeñas casas de ladrillo visto, color rojo, y tejas negras, con verdes jardines.
Si bien, desde mi llegada a Europa había adoptado la costumbre salvaje e irrespetuosa de moverme por mis propios medios, me perdí, como otras tantas veces había ocurrido en este camino de peregrinación.
Luego de varios minutos de pasar por el mismo lado, descubrí, humilde y silenciosa, una capilla católica. Había encontrado la punta del ovillo.
Pasé dos veces por la puerta, para inadvertidamente poder determinar si se encontraba abierta o cerrada para los oportunistas viajeros como era mi caso.
Mi presencia inadvertidamente no pasó, y salió a mi encuentro, un sujeto, bien inglés, rubio de mediana estatura, quién amablemente me preguntó vaya uno a saber que cosa, porque mi analfabetismo anglosajón sólo entendió “well well well”, como dijera Simenon, ese francés divertido.
En mi chapucera dicción, le pregunté “For the Chesterton house”, que sonó algo así como “Forrrr de Chesterrrton jous” y puse cara de pregunta. El aterrorizado inglés quedó silencioso, y acometí nuevamente con un “Chesterton, the writer, i’m finding his grove”. No pretendo fonetizar esto último porque sólo Dios sabe como sonó.
El hombre hizo un ademán de entender a lo que me refería, y empezó a azotarme con una serie de frases inteligibles a mi capacidad tanto auditiva como idiomática. Sin ser descortés lo detuve con un gesto, y le dije: - I don´t speak english. Sorry.
Señalándose a si mismo dijo: “Francis Tompson”. Yo repitiendo la seña le di mi nombre.


*          *          *

El libro que había elegido, totalmente al azar, abrió mi mente a otro rumbo, rajó el velo que se cernía sobre mis pensamientos diarios, tan negros y horribles como un cuervo, liberando mi mente hacia el humor, y la paradoja. En el primer cuento de la obra Chesterton sentenciaba que el Universo entero tenía sentido y un sentido muy positivo y hermoso al hombre, sólo había que descubrirlo.
Tanto me había motivado Chesterton, que me lancé furibundo contra cualquier libro que encontré, Sábato, Asimov, Goethe, Borges, Casona, Eco y Salgari llenaron mi incipiente biblioteca y mi mente de aventuras y entretenimiento.
Pero, sin saberlo, seguía sin sentirme conforme.
Avancé, sumando años, y llegué, vaya uno a saber de que misteriosa  e inescrutable forma, a la Universidad.
Iniciado en los secretos del derecho romano, y en el ocultismo de la introducción al Derecho, mi mente naufragaba nuevamente entre inútiles consideraciones y la desesperación de la vida. Se había esfumado aquella brisa de la primera lectura de Chesterton, y había vuelto al pesimismo más real y cruel, no esperaba nada de la vida, y rogaba que pronto acabara dicho martirio.
Una mañana, caminando por la calle Colón, de camino a mi casa, en un kiosco de revistas, veo un libro, poco llamativo en su cubierta, pero a un precio irrisorio para un libro. Era “El hombre que fue jueves”, de Chesterton.
Ni que decir lo que experimenté con la lectura del joven protagonista de la novela, que en un mar de pesimismo y desgano, encontraba la conspiración más elaborada y magnífica del mundo, en donde el principal sospechoso de esta maniobra pretendía que tomáramos la vida como un juego, una fiesta de disfraces, en donde cada uno, sabiéndolo o sin saberlo cumplía un papel tan importante como el de Hamlet, y tan conflictivo como el de Macbeth.
La segunda ola de utopía se levantó en mi, y a partir de ahí leí todo, absolutamente todo lo que llegaba a mis manos escrito sobre todo por Chesterton. De él aprendí del heroísmo, la caballerosidad, la fe, la alegría, el verdadero optimismo, en fin, descubrí una forma de ver el mundo, absolutamente desconocida, y llegué a ser libre de mis fantasmas, de mis miedos, y de todo aquello que me sujetaba a una idea de existencia fatal.
Había renacido, todo en el mundo tenía color, y era Chesterton el artista que lo iluminaba con sus formas y colores.

*          *          *

Francis me hizo pasar a la Iglesia, y me presentó a su grupo de lectura bíblica, y saludando a todos, me ofrecieron un asiento entre ellos. Luego de unos minutos de lectura, respetuosamente se despidieron, y Francis me ofreció llevarme a la casa de Chesterton y a su sepultura.
Previamente, pude apreciar, luego de que él me indicara, las distintas menciones que se hacía sobre GK en la Iglesia, ya que con su aporte la misma se había levantado.
Un poema de él, una balada, había sido convertido en un hermoso vitral, en donde Cristo crucificado sobre el árbol de la vida, comunicaba y florecía la existencia a la humanidad, en un sinfín de llamaradas carmesí.
Sereno, y tolerando mi infructuoso inglés, me comunicó que la imagen de María databa de la época de GK, y un vitral en el cual se ofrecía el alma de GK a la Gloria del Señor.
Pude apreciar la lápida original, sobre el patio de la Iglesia, en donde el artista Gill había descubierto sobre la piedra la imagen de Cristo crucificado y la Virgen María llorándolo.
Me llevó a Top Meadows, casa de GK, hoy habitada por otras personas, a las que no quise molestar con mi Japonesa manía de fotografiar.
La casa, en perfecto estado, tenía sobre el dintel de la puerta un cartel azul indicando que esa había sido la casa de Gilbert. Tenía la típica construcción de ladrillo visto rojo opacados por la humedad de esta zona, surcándole la fachada una franja blanca inmaculada, y coronaba un techo de tejas rojas. Tranquila y apacible estancia, tenía una diminuta puerta que hacía difícil imaginar a un Chesterton enorme, un metro noventa y ocho, ingresando por la diminuta puerta de la entrada.

                                               *          *          *

Esta primera parte de mi existencia me había dejado un grato recuerdo de felicidad, y absoluta confianza en la vida. No había nada que temiera enfrentar, ¿qué era más difícil que la muerte? Nada. Y el propio fin de la existencia era, sin lugar a dudas, el momento cúlmine del peregrinar para volver, feliz y reconciliado con nuestro origen.
Pero, como cualquier hombre, tuve que enfrentarme a un dragón, tan poderoso como el que combatió San Jorge y tan difícil que luego de la prueba quedé tan tieso y moribundo como en mis años de juventud.
Volvía a los quince años, con la misma preocupación, pero absolutamente más cansado y abatido. Era volver a sentir la nube del pesimismo, la nueva Babilonia sobre mis espaldas. La desesperanza, mi gran dragón, me había malherido.
Lentamente, intenté reconstruir los trozos de humanidad que habían quedado desperdigados luego de tan formidable e infructuosa lucha contra la realidad amarga. Había gastado todas mis flechas, pero las runas maléficas y el dragón habían logrado sumirme nuevamente en el rencor y el lamento.
No es que dejara de lado el romanticismo y la melancolía propia del que es feliz y no quiere perder la dicha, lo había trocado por la amargura y el tedio del que nada satisfacía. No había lugar para los débiles, no existía espacio para el dolor, y el precio que había pagado era tan alto que no me quedaba ni un duro en la bolsa.
Por ello, y a fin de apartar de mis tantos pensamientos funestos y crueles, emprendí un viaje, lejos de todo. Un viaje tan trepidante que se volvió un lento regreso a la tranquilidad, tan frío y solitario que me reconcilió con el calor de la juventud, y con la práctica del heroico amanecer, del estandarte y la espada. De la guerra por el día feliz, y la búsqueda del entorno apacible.
Caminando por el jardín lateral de las Tullerías, enfrascado en mis pensamientos funestos, como dos cuervos que revoloteaban cerca de mí, me encontré con “Los hijos de Cain”, escultura funesta y clara, en la que los hombres caídos seguían al viejo fratricida, sin paz y sin esperanza, sin saber, por su amargo pecado, que la vida florecía, y que otro hijo de Adán nos levantaría del polvo.
Un cuervo se posó sobre la escultura, sin mirarme. Un rayo atravesó mi mente, y descubrí, que en aquel otoñal día había terminado otro recorrido. Había finalizado el funesto ciclo de seguir repensando mi existencia a cada segundo, arriesgando nada, y pidiendo el premio. Me había caído mil veces, y a pesar de no perdonarme aún, debía levantarme nuevamente.

*          *          *

Llegué a la tumba de GK Chesterton, deposité las flores que llevaba, el cementerio era atizado por un viento feroz y extrañamente agradable, como las ideas de un futuro, ni feliz, ni tortuoso, sino digno de ser vivido plenamente.
Miré, filmé y fotografié la tumba, digno Japonés arrepentido.
Y sinceramente, desde el fondo de mi corazón, le agradecí a ese hombre, que me había salvado la vida tantas veces, del que yo no soy digno de considerarme su amigo, y cuya santidad, humor y felicidad había sido la guía durante mis últimos veinte años. Y me incliné, para saludarlo, y rendirle homenaje, a quién pese a todas mis debilidades se había mantenido como fiel amigo.
Y sin rimbombancias, sólo y abandonado en un país ajeno, con un idioma extraño, apenado por mis carencias, le dejé un gracias, tan eterno y sincero como mi corazón podía, a él, un hombre con el cual a pesar de estar separado por un siglo de existencia es y será mi amigo.

*          *          *

Me dijeron “suerte en "Beaconwhatever", una frase que me dejó pensando en que independientemente de cuando nacemos, el tiempo en el que vivimos, o si pertenecemos a un pueblito bucólico y perdido como Beaconfields, hay una verdad tan concreta como las piedras, y es que la muerte nos iguala, el credo nos une y la amistad nos salva.

Mi perro

Hoy sin querer me comí a mi perro, Parky. Esta confesión nacida de mi mayor dolor, no tiene ninguna justificación más que la distracción.
Seguramente, él, jugaba como siempre, entre los patos y las gallinas, y sin querer lo tomé del corral. Es mi maldita distracción, siempre pensando en el trabajo, los problemas y en la comida. Tenía hambre, es cierto, y por eso decidido me encaminé al fondo de la casa, en donde criamos los animales, y donde mi amada, busca los huevos en la mañana, y hoy ya no está. Esta mañana sufría por otros problemas, no pensaba en lo que hacía. Caminé decidido, y lo acogoté, lo desplumé, evidentemente estaba distraído, Parky no tiene plumas. Conseguí unas papas, y lo asé en el horno. Me llamó la atención que Parky no ladrara, siempre me pedía los menudos de las gallinas. Estaba distraído. Luego le agregué cebollas y pimientos rojos y verdes. Sal, pimienta y romero. Algo de estragón, de verdad no recuerdo, porque estaba descuidado. Había un aroma suave y dulce, saqué la gallina del horno, perdón saqué a Parky... es que estoy como ido. Tomé una botella de la alacena, ese Malbec tan redondo y ciruelo, no recuerdo bien, estaba abstraído. Comí, un bocado, esperando que Parky me viniera a pedir algo de comida, al menos un pan, o un cariño, obvio que no vino.
Lo supuse abstraído.
Sobre el postre, saqué un poco de helado, la comida sabía una maravilla. Puse los restos en un plato.
- Parky! Parky! – Grité, y nada.
Cuando terminé de vaciar los restos, encontré su correa, entre los aros de cebolla y las papas, no entendía nada, estaba como dormido.
Cuando al fin caí en la cuenta, lloré, desconsoladamente lloré, amargamente lloré. Entonces me fui a refugiar en los restos de mi amada, Yolanda.
Ahí, justo en ese momento, sentí el ruido de la puerta, y entraste tú, Yolanda, y yo besando a Clotilde. Obviamente distraído y acongojado no recordaba que habías ido a trabajar.
-          Ahí llega Parky!- Digo alegre.
No había muerto, definitivamente no me había equivocado, y había tomado una gallina del corral.
-          Dices tú ¿Que no tenemos corral? ¿Seguro? ¿No tenemos ni gallinas ni patos? ¿Acaso todas las mañanas no vas a buscar huevos al fondo de la casa?
Te pido mil disculpas, es que últimamente estoy muy… distraído.

Sin ton ni son

El inconveniente a estar abierto a una relación, es justamente entender que es una relación. Si bien es cierto que algunos fantasmas no han captado el concepto del amor, ajusticiar el presente por los motivos del pasado es injusto para uno, y mucho más para el resto de las personas que entran en contacto con uno. Uno es uno, y uno más uno son dos, siempre.
Justamente, y en este punto hago hincapié, el amor, el compartir con otro, el divertirse con otro son cuestiones separadas y vividas como experiencias totalmente distintas. Si alguno prefiere, se ha mutilado el amor. Ni que decir de lo que queda una vez producida la vivisección.
Qué es el amor, ardua pregunta, sobre todo cuando desde nuestro interior braman mil conceptos, contrapuestos y sin sentido. La sinceridad rara vez me llama, pero debo reconocer que no tengo ni la menor idea.
El amor es eso, el sinsentido, la digresión incoherente del que pretende vino, cuando en realidad es feliz con cerveza, o del que se abriga cuando hace calor.
El amor es caminar bajo la lluvia, cuando uno pretende estar seco, salir de viaje por el mundo sólo para pensar en una persona. Se me hace que el amor, independientemente de sucesos ajenos es correr tras lo imposible, cuando abrazamos la belleza, tanto como a la pereza, o a Teresa, cualquiera vale.
Amor, es eso que sólo saben los que han apostado todo y han perdido, en un casino de París por ejemplo.
En definitiva, nos ponemos eternos, y esa es la sensación del amor, fatales hasta la muerte, pero con la convicción de que ese amor es hasta el infinito. Es verdad que me odio a mi mismo enamorado.
Somos de relamernos las heridas, como los perros, o reiterativos cuál CD viejo y rallado, como computadora sin Spyware, como bola sin manija, o argentino en un metro extranjero, ello sin salir del eterno y condescendiente deseo de reivindicarnos.
A veces pienso, en la lejanía, si no es una situación cómoda. Es decir, lamentarse, es mantener una agonía cómoda, ya que uno no se ve obligado a volver, a retomar la vida.
En cierto sentido, también es algo así como una herejía ya que siempre hay sol, siempre debe existir sol, el que está, el que nos inventamos, el que nos regalan, y en última instancia el que debemos descubrir.
Somos seres finitos, y por ende no hay fracaso, miedo, aburrimiento, ni dolor que pueda pasar la barrera de la muerte que algún día, en el mejor de los casos, dentro de mucho tiempo, será inevitable.
Entonces, ante este tipo de trivialidades como un fracaso, o el rechazo, son nimiedades, apenas unos desvíos de camino que como tales deben ser retomados, o recalculados. Suena a campanada seca, a golpe de palabras sin sentido, pero aunque no tenga ni son ni ton, no puedo  ser menos tontón.
La vida pasa, y quién la intenta retener pierde el tiempo, ya que se escurre, como la arena, y no hay método ni forma de evitarlo.
Hoy a pesar de todo, en el encuentro con uno mismo, apartado del bullicio de todos, se puede ver la pérdida de tiempo en la que nos empeñamos.
Hay sol, si, aún en esta París nublada y amarilla, lejana y torpe, en donde no hay nada para nadie, donde los cuadros mueren colgados en las paredes, la gente palidece en la mediocridad snob, y grita en el frenesí de su propia cordura.
Hay sol, y no se puede percibir en su lugar natal, en su casa, en su querido terruño, en donde día a día se esfuerza por morirse, por dejarse y olvidarse.
Quién puede ser más feliz que uno, si puede apreciar el color de las cosas, el sonido de la vida, y siempre ha podido ser, sin necesidad de los demás, y de lo que otros imponían como el camino, rebelde, el que siempre dijo no cuando era si, y si cuando era no. Por Dios! Si ha sido el Baco de su vida, el que reía sólo, o acompañado. Vivía.
Si, es así, sin amonestación, sin hesitación, es y será así, quién ha querido beber la fuente de la vida en cada esquina, en cada canción, subiendo montañas y gritando siempre.
Es así, que repuesto del pasado, es que, si el viento sopla de levante, o es zonda, cada uno será quién se erija en comandante de su presente, y si las condiciones de lo incipiente lo acompañan, podrá, en el mejor de los casos, encontrar.
Si. Al menos la alegría volverá a su reino, y aquellas pequeñas cosas serán lo que colme.
Siempre la guerra, sin cuartel, sin cobardía, sin temer, porque nada es peor que la muerte, y eso, querido lector, esté en la puerta o en diez mil años, será inapelable, mientras tanto quién dice que todo pase. Si es si, será si, si es no, al menos yo no escuche nada. A la guerra!

París nunca será destruída

Una de las primeras impresiones de esta ciudad, es el incesante acoso que sufren los turistas por parte de todo tipo de escroc, timadores, tunantes y estafadores varios, los hay de los que simulan campañas de ayuda internacional, los que aparentan encontrar un anillo aparentemente de oro en el piso, y le ofrecen al turista unos euros por devolvérselo y finalmente una anciana, encorvada y sostenida con un simple bastón, que solicita ayuda, y que encontramos cada diez exactas cuadras, una y otra y otra. La ciudad es fría y sus habitantes viven de la vestimenta y de su gusto por denotar y ser vistos como gente importante, el lujo y la apariencia es la reina de este lugar. Es snob y superficial. Hasta sus templos parecen vacuos y carentes de vida. Bulliciosa y solitaria, París es la barca del cuadro de Alexander Harrison, "La Solitude", en el medio de la nada, acrecienta el apartamiento del individuo. Pero hoy, a la vuelta de la torre, bajo el imponente edificio del Museo D'orsay, encontré una escena no pintada, real y permanente. Una joven, de la cual no puedo decir su aspecto por lo oscuro del lugar, inclinada sobre un hombre abandonado que duerme en la calle, le hablaba y le mostraba su simpatía y compañía, sólo eso. No era el euro cruel que pide al pordiosero alejarse, ni el desprecio amable, era compañía, simple y llano oído a quién ha perdido todo, hasta el saludo de sus congenes. Humilde y amiga, ella lo escuchaba. Me alejé de la escena. Un sentimiento de alegría se apoderó de mi, la ciudad oscura se me figuró luminosa, la ciudad odiosa se simpatizó conmigo, una sola alma, un solo gesto podía congraciarme con el espíritu de la ciudad, porque como había prometido Dios con respecto a la ciudad del pecado, si hay un sólo justo se salvará, por un sólo santo se salvarán todos los pecadores. Ellos y yo salvados por una dama, tan hermosa y bienaventurada que Dios no destruirá París. No hay Rey o Emperador que haya hecho tanto por esta Ciudad como la joven que como Juana de Arco levantó el estandarte para ganarla del enemigo.

Barcelona y la Bailarina

La mañana otoñal, siendo cálida, había comenzado con nubes, visibles sobre la Catedral. El viento azotaba el campanario de la construcción gótica. Inmutables las gárgolas, advertencias del mal en el mundo, inmutables, no hacían caso al ruido que venía de la plaza.
El juego y baile de un grupo de jóvenes arreciaba el espíritu caótico del paseo que perdía la tranquilidad del domingo. El bullicio fue in crescendo, y no había espacio que no se encontrara abarrotado por mor de los vendedores ambulantes llegados con sus bártulos y vituallas para los visitantes hambrientos.
Sobre una esquina, casi llegando a la columna romana, que el Imperio y el tiempo habían olvidado en aquella luminosa orilla, se agrupaba gente, que aplaudía rabiosamente el espectáculo que sobre el círculo se desarrollaba.
Interesado pero cauto, me aproximé al ruidoso público, con el fin de constatar la escena que se desarrollaba.
Al acercarme, podía percibir un golpeteo frenético, sobre el piso, cual martillo de carpintero en un maniático comportamiento, daba y azuzaba a un pobre clavo.
Frente a mi, al apartar a los alborotadores a fuerza de codos, pude ver claramente el distracción. Una dama, vestida de faldón negro y camisa roja, con su pelo azabache recogido, bailaba al compás de una música histérica y dramática, que acusaba cierto rencor por engaños pasados,
Sus movimientos, armoniosos, pero duros y agresivos, traducían un sentimiento amargo y doliente, coronado con el gesto fastidiado de su rostro.
Sus sentimientos florecían, su gracia se imponía, ¿qué bailarina no tiene gallardía y pasión? Quién pudiera sentirse en reposo en el juego del baile, y con él abandonarse en un beso, olvidándolo todo.
Pero la bailarina no bailaba, mostraba su dolor, revelaba su aprensión para con el mundo, nosotros y aquél que le había usurpado el corazón.
Su gesto, me oprimió el corazón. Yo también dolía, sin poder descargar mi tristeza, ni poder apartarla de mí. Sufría.
El olvido, imposible. Y el tormento de sus ojos una espada que atravesaba mi cuerpo, sin piedad. Ella, lejana y fría, no cesaba de vagar por mi mente como un fantasma en pena, reclamando presencia. De nada valía buscar, entre la gente, la salvación a mi suplicio, de nada valía sentarse para darle reposo a mi atormentado cuerpo, ya que de mi alma bullía el deseo de verla.
Aún recordada sus últimas palabras, antes de despedirme, cargadas de enojo, e hirientes, como un fino estilete, que no causaba grandes daños, pero que hacía sangrar la carne hasta la muerte.
No, no era Barcelona el lugar para olvidarla, ni un domingo en una mañana otoñal el momento para no recordarla.
Seguí mi camino, hacia la Barceloneta, esperando que el color del Mediterráneo, de un azul puro y descaradamente hermoso, me hiciera olvidar, y tal vez acompañado de una caña, que al rugir en mi garganta, pudiera darme palabras menos amargas, sensaciones menos punzantes, un amor más puro y un reposo a mi alma.