Nadie percibe que la bailarina repite su vals. Crujiendo. Baila sin saber. Un ritmo, un compás, dando vueltas, pero sin saber.
La música, briosa, siempre metálica, continúa. Estrepitosa.
Tiene claro sus movimientos, los sabe desde el primer día, desde siempre, porque así se los enseñaron, y así terminan. Ríe. Son sus pies libres, pero limitado a su cajita. No tiene rumbo, porque no va a ningún lado. Igual se mueve, ya lo había dicho Galileo.
El sol se va ocultando, y con los últimos destellos del día la cuerda se agota. Lentamente, matando la melodía en notas sueltas.
La bailarina inmóvil, serena. Caminó mucho y nunca llegó a ningún lado.
La caja queda abierta y olvidada, hasta que la niña deje de jugar con lobos y vuelva a casa.