"por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él tienen que padecerla." (Libro de la Sabiduría).
La muerte, algo que misteriosamente nos encuentra a diario, en la calle, o en el matutino, entre las tostadas y el café.
Inexorable. Diaria. Irrevocable.
La muerte está en el mundo, no para sufrir, sino para esperanzarnos.
Cada vez que muere alguien nos preguntamos dónde va, qué hizo. Qué pensó. Sin la muerte no nos cuestionaríamos el mundo, no pensaría, entre el trabajo y la vida, nada, no revelaría nuestra conciencia.
La muerte, cualquiera, la de un ser querido, un conocido o un soldado en Burundi, todas las muertes nos conmueven en mayor medida.
Todas nos hacen levantar los ojos al cielo y pedir un tiempo más para nosotros, un tiempo más para mejorar, para cambiar, para luchar por lo que queremos.
La muerte nos corre del lado cómodo, nos molesta, enfrenta la abulia, y nos desespera.
Algunos quedan en la desesperanza, otros buscan más allá.
Hoy falleció un conocido, joven, muerte estúpida y sin sentido. Por velocidad, por alcohol. En la mañana alegre de muchos, se tiñó de sangre en un sin sentido, para dolor de los que lo querían cómo hijo, como hermano.
Para los que mirábamos más de lejos, es una señal. No estamos para siempre. Aunque nos visitamos de prepotencia, y la soberbia nos haga superhombres, hay una muerte, hay un fin.
Y antes del fin, solo los hechos y acciones podrán salvarnos, de la nada y el caos.
Y antes del fin habrá que levantarse, habrá que cambiar, no por miedo, no por temor, sino para llenar con justicia, este tiempo que no es nuestro, pero en definitiva nos pertenece, talitá kum.
El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)
Páginas
La muerte de Oscar Rectángulo
Se levantó temprano y como hacía todas las
mañanas desde el último año, sin siquiera lavarse la cara, luego se arrojaba en
su poltrona carmesí, a mirar indiferente la pantalla de su televisión.
Hacía lo mismo desde aquel lejano incidente, en
donde le habían quitado todos los deseos de marquesina y demostración de sus
habilidades humorísticas, sin piedad y sin misericordia.
Sentía rencor, y un profundo desprecio que le
carcomía el alma. El último año había sido sólo levantarse, comer frugalmente y
escribir, atiborrando cuartillas tras cuartillas destinado su odio, pero no se
había curado.
Una mañana, hastiado de su bucólico existir, se
levantó rápidamente, decidido, debía volver al mundo y transmitirle a ellos,
todo lo que sabía, todo el odio que había acumulado.
Se lavó, afeitó su rostro y le dirigió a su
biblioteca, un cuarto señorial, plagado de libros por doquier. Sólo había una
decoración simple y modesta. Nada más que dos posters, Fredy Mercury y George
Michel.
Corrió los libros que le entorpecían su afanosa
búsqueda de su notebook, una de marca japonesa y estridentes colores
sicodélicos. Se sentó frente al escritorio tapizado con cuero de vaca.
Abrió la tapa, encendió el equipo, y fue
directo a una carpeta llamada “Responsabilidad del Estado, refutación de la
Teoría del Dr. Oscar Cuadros”.
Se disponía a dar publicidad al contenido de la
misma, cuando recordó, que en su ímpetu de venganza había olvidado apagar el
televisor de la sala, seguía prendido en su programa favorito “Hacete Cargo”, y
siendo que era un hombre precavido y ahorrativo en extremo, se levantó de la
silla del escritorio y se dirigió a la sala.
En su ansia de escribir rápidamente y desnudar
las falencias teóricas de sus enemigos, no pudo precaverse que sobre el piso
había quedado un ejemplar de “Cómo hablar como si uno no fuera oriundo de San
Juan o lo que es peor, de Jáchal”, que le había regalado un amigo personal,
cuyo nombre no divulgaremos por razones obvias.
Tropezó con el libro, y desarticulado cayó al
piso, y golpeó su cabeza contra una pequeña mesa ratona de madera anaranjada,
con la cara de Andy Warhol.
Inmóvil cayó al piso, y mientras veía el rostro
de su ídolo pop británico, murió.
Cercano al medio día, me informaron la peor
noticia. Inesperadamente, había muerto Oscar Rectángulo.
Me dirigí a su domicilio, el cual evito
mencionar a fin de no inundar las calles de flores y velas que sus discípulos y
admiradores indudablemente dejarían una vez que se supiera este triste
desenlace.
Llegué a su casa, en la feudal Dorrego,
señorial y acribillada por un color rosa, que la hacía imposible a la vista de
cualquier transeúnte decente y con buen gusto.
El jardín se encontraba poblado de flores, con
un evidente especial cuidado.
La policía me dejó entrar a instancias de la
criada de Rectángulo, una chica de dudoso género, que sabía mi interés por los
escritos del fallecido.
Al entrar en su biblioteca, pude percibir el espíritu
del deudo y toda su idiosincrasia. El cuerpo de Rectángulo había sido removido,
pero se podía apreciar la mancha de sangre sobre la alfombra rosa que cubría
todo el local.
Me acerqué a su computador, y pude ver que sólo
se encontraba abierta una carpeta con títulos diversos que llamaron mi
atención. Entre algunos de ellos pude apreciar los artículos más diversos: “El
complot de los pelados administrativistas”, “La Jaula de las Locas
Maestrandas”, “Podés ser relator de la Corte, pero nunca hiciste un asado”,
“Las madres que lo parieron” y otros tantos títulos más referidos a no se que
grupo extraño de sujetos.
Afectado por tan terrible espectáculo, me
retiré, no sin antes copiarme la mencionada carpeta, a fin de ir publicando los
distintos relatos que seguramente el hubiese deseado que vieran luz.
Algunos integrantes de su séquito tomaron
extrañas costumbres. Algunos como un tal Dalmiro se tatuó en la nalga izquierda
la frase: “Jáchal forever”. Otro admirador, Carlos, pasa cada noche por la
puerta del domicilio de su admirado y deja una vela encendida que cada mañana
roba en la guardia de algún hospital. El reconocido Mauricio, groupie de
Rectángulo, cada atardecer besa la obra: “Cómo hacer jurisprudencia y mirar culos
al mismo tiempo” de su ídolo. Alejandro, Diego y Lucas, todavía no entienden
sobre que escribía su admirado, y no saben para qué son abogados, pero lloran
la pérdida del coloso tomando Ginebra Bols, Luis, en cambio no puede superar el
dolor, y cada noche se encierra en su placard a llorar, abrazado a su ejemplar
de “Democracia y …después”. Finalmente, Facundo, no puede salir de la cama, y
busca respuestas viendo todo el día el programa de Claudio María Domínguez.
Todos tristes. Todos y todas.
Se había ido un grande y nos había dejado un
dolor inenarrable.
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