Recuerdo, claramente, mi Play Móvil rojo, roto, sin un brazo y sin pelo;
lo atesoraba por encima de otros juguetes nuevos y más vistosos. Lo apreciaba porque era un
soldado, un sobreviviente. Tenía heridas que lo hacían grande, lo hacían héroe.
Participaba en todas las batallas, y era el último en rendirse, y a pesar de la derrota siempre
volvía al combate. Como había perdido sus atributos y accesorios originales de la caja que definían su función, era libre, no tenía
ocupación fija, era todo, carpintero, soldado, abogado, rey y bombero. No le
temía a nada, porque podía todo. Tenía novia, una india que venía en otra caja,
que era de otro mundo y que no era de mi propiedad. Era lozana y bella,
impasible ante la adversidad. Nunca fue mía, pero él tampoco pretendía eso,
porque los héroes no tienen tiempo para cuidar de alguien en particular, tienen
que cuidar a todos. Mi Play era alegre y se divertía con todo. No le pesaba ni
la amargura ni el dolor de estar roto porque su corazón estaba entero.
Y así fui creciendo, junto a mi playmovil, hasta que desapareció, víctima, supongo, de la indiferencia que asumimos los adultos, cuando orgullosos pretendemos prescindir de todo aquello que nos llevó a ser quienes somos.
Y así fui creciendo, junto a mi playmovil, hasta que desapareció, víctima, supongo, de la indiferencia que asumimos los adultos, cuando orgullosos pretendemos prescindir de todo aquello que nos llevó a ser quienes somos.
Recientemente, pase por una calesita en un parque de diversiones en Brasil, la más
hermosa que había visto en mi vida desde que había pisado la “calesita con
dulce de leche”, según mis propias palabras, de Miramar cuando tenía 5 años. Esta vez no entré, porque se hacía tarde
para ver una Ferrari que soberana se exhibía en otro punto del parque. Dejé de lado los espejos tramposos, y los corceles
vistosos que gallardos rodaban una y otra vez en su desfile orgulloso.
Pasé de largo, tal vez porque es imposible volver a ser niño, y porque la
mirada que juzga desde la infancia es muy dura. Porque no quiero ver a ese niño
que quería un héroe roto y sufrido, señalar con el dedo inquisidor lo que hoy
ocupa su lugar.
Haberme subido a esa calesita habría implicado liberarlo, sacarlo del
olvido, y junto con él, los deseos de redención y heroísmo que separé y
escondí, tan lejos y tan profundo como me fuera posible.
Ya me han viviseccionado, han revisado todos mis sentimientos y mis
pulsiones, me han puesto de lado a lado, la cinta métrica y los estándares, he
sido juzgado e interrogado, compareciendo al Tribunal, como injusto, y pecador.
He sido pesado y medido, y se apuntó el resultado. Me han señalado, y se ha opinado.
Soy culpable? Soy inocente? Las categorías ya son una quimera, no puedo
colocarme en ningún punto ni lado. Los pasos son cada vez más dificultosos. Son
los años viejo, me repito.
Corren los corceles, corren las luces y los sueños, en algún lugar los
dejamos, pensando en volver a buscarlos cuando seamos más fuertes, pero por
esas lógicas ilógicas que tiene la vida, siempre vamos a estar más cansados y más
viejos para volver a buscarlos.
Tal vez debí subirme, y sentir el viento, y tal vez recuperar mi playmóvil sin brazo, intentar darle una ruta de escape al pasado, y en este simple acto, reconciliarme con aquel mundo pequeño en dimensiones pero inmenso en pretensiones.
Quién dice que haya que subirse a la calesita para volver, al menos en parte, a levantar el guante y aceptar el desafío.