El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

La Maldición


Maldito por de oráculo de una pitonisa diabólica, me encontraba acongojado, y sin rumbo. Herido en mi ser profundo, me mantenía adherido a sus horridas palabras que desde su púlpito de mentira y calumnia, mi vida se había conducido.  Ella, con su boca torcida y su gélida mirada, había vaticinado el desastre. Ella con su voz melodiosa y envenenada había dictado el veredicto. Que la vida, corta o larga, yo acabaría, solo, rodeado de unos trastos viejos y mi corazón sangrando en manos de aquella en que mi amor verdadero dejara cortar hasta lo más profundo.
Pérfidas palabras que borbotaron en mi conciencia y en mi ánimo, grabadas perenes en mi alma. Sediento de calor, y reñido en lo profundo, sabiéndome maldito, y sin esperanza evité cobijarme bajo ningún árbol.
Evité el escarnio y la burla, proyecté una vida larga y fecunda, pero prevenido de las consecuencias de la maldición, no di ni pizca ni muestra de amor verdadero a ninguna, evitando el conjuro que tanto me atormentaba.
Sabia cura, que también me mantenía sólo y triste. Lastimado, y sin respuesta suficiente para apreciar el color de la vida, los albores de la mañana, o el tierno beso de la agonía del amor.
Alegre alardeaba, pero inmóvil permanecía hasta ese umbral, que la maldición había fijado. Huía rápidamente de cualquier asomo o promesa, que me llevara a las garras de ese límite improrrogable.
Amor no, nunca, para nadie, y en ningún caso.
Pero los años, que nos dan sabiduría de inteligencia, pero pereza en el alma, me doblegaron un medio día de marzo. Cuando el calor sutil del comienzo del otoño, me obnubiló, y arrancó de mi las más alocadas expresiones, y las más insegura de las sensaciones, siendo incapaz de ver el peligro que se me cernía.
Arriesgué mi velamen, y prorrogue mi promesa para acercarme a la costa, sólo para ver un poco más, para acercarme a sus dulces palabras y sus gestos de cariño. Sus promesas de mantenerme indemne, y su fidelidad fueron dejando a un costado la previsión y el cuidado que hasta ese día había mantenido.
Creyó mi alma, y creyeron mis manos, tanto que no dejé espacio para la huída, que no ahorré para pagar mi viaje de vuelta, confiando en la marejada, y en los labios que tenuemente dejaban escapar atisbos de una sonrisa.
La mañana, en la que alejado de todo, dejé descansar mi pecho, fue suficiente para suspirar profundamente, ya por el cansancio de tanto tiempo de cuidar el daño, ya por sentir que no tenía nada que temer.
Tibia y redonda, una gota de sangre corrió por mi pecho, y sin entender que pasaba la seguí hasta su destino, lejos de mi, en el piso. E hipnotizado, absorto, comprobé que mi corazón ya no me pertenecía.
Indoloro, y frío quedé musitando, la maldición está cumplida.