El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

Breve

La historia es pequeña, y trata del amor de dos personas, pero como toda historia, no puede ser contada sin reducirla y cercenarla; y como todo amor verdadero es tan grande que no puede ser brevemente contado. Inevitablemente prefiero sacrificar el deleite de escribir, a matar una hermosa historia. Fin.

El Juez

                La noche tormentosa no era óbice para que dentro de una casa solitaria, en el campo, un grupo de personas se entretuviera viendo una película. El impetuoso clima no dejaba de sacudir las líneas de la corriente, que cansadas de ser vapuleadas se dejaron caer rendidas. La casa quedó envuelta en un silencio sepulcral, hasta que Juana dijo:
-          Se cortó la luz -  Encendiendo un fósforo iluminó escasamente la habitación.
-          ¿En serio?, no me digás - Ironizó Raúl que estaba a su lado.
-          En vez de decir estupideces podrías buscar velas o algo así. ¿ Te parece?- dijo Juana dejando entrever que le había molestado el comentario de Raúl.
-          Bueno, no  nos pongamos histéricos- intervino José. Raúl trajo de la cocina un sol de noche y lo puso sobre la mesa. José continuó-  ahora tenemos luz.
-          Si, tenemos luz,  pero sin corriente no vamos a poder ver la película. ¿Qué mierda vamos a hacer ahora?- Dijo preocupada Ariadna- Nos vamos a aburrir como ostras.- Fuera de la casa la tormenta se debatía con más fuerza. Fue entonces cuando Juana trajo un mazo de cartas viejas y gastadas por horas de truco y las dejó en la mesa.
-          ¿ Se animan a una mano?- dijo desafiando a Raúl y a José, estos se sonrieron y José  tomó el mazo, lo barajó cuidadosamente.
-          Cortá  - dijo y comenzó  a dar las cartas. Pero la jugada se vio interrumpida por un rayo, el cual pareció caer cerca de la casa. Juana gritó. Todos se sobresaltaron y miraron la ventana que daba al frente de la casa. El resplandor del fuego indicaba el lugar donde había caído un árbol, abatido por el rayo.
-          Esta tormenta me hace recordar- dijo José dejando las cartas, y sentándose en una silla continuó- a una historia que me contaron hace unos días.
-          Llegó la hora de la estupidez- dijo Juana.
-          Ninguna estupidez, esto es real. Me lo contaron en el tribunal.  Yo  conocía al Juez.
-          ¿ Qué Juez? - preguntó Raúl.
-          Juan Rolliza, de la cámara del crimen. Era un  tipo bajo, cano, nervioso y de una mirada fría y por sobretodo un pedante de la vieja escuela. Esos que no los quiere ni la madre- José se acomodó en su lugar y comenzó su historia
                        "Juan, el Juez, estaba sentado frente al fuego del hogar, leyendo un libro. La noche se levantaba sobre el cadáver del día. La calle oscura, silenciosa, abría paso a un viento frío y calmo, preludio de una tormenta.  Era tarde y en la vereda se veía a una prostituta frotándose las manos por el frío. Era la última, que fuera por fea o por costosa aún no conseguía cliente. Apoyada a una pared esperaba sin moverse. Al pasar los minutos la temperatura bajaba más y la joven comenzó a caminar dando patadas al piso. El silencio se vio quebrado, toda la cuadra se estremeció con el ruido de sus tacos.
                        Comenzaba a entrar, Juan,  en un reparador descanso, cuando aquel estrépito lo asalto de súbito. Creyó que alguien había entrado a su casa. Tomó un arma y se dirigió a la ventana. En la calle únicamente se veía a la prostituta quien se subía a un auto que se estacionó a unos metros de su casa. El silencio se adueñó nuevamente de la calle que volvió a su mutismo gélido. El Juez se tranquilizó, dejó su arma sobre una mesa regresando a su lugar frente al hogar. Ahora no podía volver a conciliar el sueño. No era la primera vez que padecía insomnio, la vigilia de noches enteras le era familiar. Algo en su cabeza no lo dejaba dormir. Era, tal vez, alguna rara sensación de culpa que no podía reprimir, ni tampoco precisar. Tal incomodidad se daba todas las noches y comenzaba por un repentino ahogo, que le producía la necesidad vital de salir a un lugar más amplio. Su hogar se convertía, para él, en una diminuta celda. Muy pequeña.
                        El Juez se enfundó en una campera. Quería comprar cigarrillos. Cualquier razón para irse de allí era  buena. Cruzó la calle que aún permanecía inhabitada, salvo por los dos personajes del auto, que al parecer se trenzaban en una lucha feroz. A pesar de vivir en pleno centro de la ciudad, no podía encontrar un solo kiosco abierto. Caminaba frenéticamente sin mirar nada más que hacia delante. Al doblar la esquina encontró su ansiado objeto. El lugar era atendido  por un joven, el que tenía toda la cara minada por el acné. Juan pidió su atado de cigarrillos lacónicamente.
                        De nuevo en la calle, retornó a su casa. El viento de la tormenta que comenzaba a cubrir el cielo, había llamado su atención despeinando su argentino cabello. Apuró el paso. Sentía que el frío le carcomía los huesos y solo ahí notó, al mirarse, en  que  estaba escasamente abrigado. En el afán de llegar a su casa no sintió las pequeñas gotas de agua que comenzaban a caer. En el zaguán de su casa se detuvo a buscar las llaves. Nervioso abrió la puerta y se sentó en el sillón de su casa. Se encontraba febrilmente alterado. Se asomó a la ventana, ahora veía caer la lluvia en grandes gotas. El auto seguía estacionado. Los vidrios empañados y la tranquilidad que reinaba en su interior, le confirmó la idea de que habían terminado.
                        Se dijo mil veces estúpido, como era posible que un hombre, un Juez de personalidad tan fuerte y decidida temblara como una hoja. Caminó por el comedor tratando de pensar en otra cosa. Este no era un día más de insomnio, era distinto. Se acercó al diario. La noticia era clara y en letras grandes para lo que podía ser un titular de esa sección. El  timbre de la campana sonó violentamente por unos segundos. Tomó el revolver que se encontraba en la mesa y se encaminó a la puerta. Frente a ella, miró por la rendija. No se distinguía absolutamente nada. La campana sonó por segunda vez. Juan abrió tímidamente y pudo ver a la prostituta que anteriormente se encontraba en el auto. Un poco mojada habló casi al mismo tiempo que se oía el auto marchándose.
-          Disculpe - dijo la mujer, hizo una pausa y le pregunto- ¿me presta el teléfono?. Vi que estaban las luces prendidas y supuse que no dormía- dijo ella a manera de explicación. Juan que en otra ocasión no hubiera aceptado que entrara, esta vez si lo hizo, quizás por hallarse extremadamente asustado, por primera vez, al sentirse tan solo y apesadumbrado.
-          Tome el teléfono - dijo el y se lo ofreció  señalando una mesa pequeña. Al verla, Juan, notó que tenía menos años que los que aparentaba. La forma de caminar era evidentemente sobreactuada y no creía que fuera una profesional de muchos años de ruta. Al colgar el teléfono, la joven le pidió un cigarrillo y él se lo entregó. El Juez le ofreció un asiento, pero ella repuso:
-          Solo por dinero, si no hay guita nada de esto- y se señaló con el dedo el cuerpo.
-          No, solo quería ser amable- dijo visiblemente perturbado, se daba cuenta de la situación bochornosa en la que se encontraba.
-          Claro, y después hacerlo sin pagar - La insolencia de la prostituta, había causado efecto demoledor en el ánimo de Juan, que le pidió que se fuera. Ella sin más que decir se encaminó a la salida, abrió la puerta y se fue.
Juan volvió a la ventana y siguió a la joven con la mirada. La vio desaparecer en la esquina,  llevando tras de sí su voluptuosa juventud. Él volvió a sus cavilaciones. Ya había olvidado las razones del porque de su estado. Pero en el momento en que iba a recordarlo, la brisa que provenía de una ventana abierta dejó a sus pies el terrible artículo del diario. No solo lo lleno de estupor la nota que estaba en el piso, sino la ventana que él recordaba haber cerrado bien. Fue apresuradamente hacia ella. Al comprobar que no había nadie fuera la cerró. Su corazón latía fuertemente. Regresó al lugar donde se encontraba el diario. Lo levantó del suelo y releyó por enésima vez las líneas malditas. Aquéllas que le causaban pavor decían: " El día de ayer le fue concedido un indulto a Luis Arguello, quien cumplía una condena a cadena perpetua por el homicidio de sus padres...". El sentido de los símbolos se le escapaban y no podía entender lo que leía. El  apellido Arguello le corría la cabeza una y otra vez. Bajó el diario y frente a él, apoyado en una mesa se encontraba un joven, un hombre. "Esto es una elucubración de mi mente", pensó. Pero lo reconoció. Habían pasado los años, pero en esencia era igual.
El horror que experimentaba lo había inmovilizado. El diario cayo al piso, desordenado, causando un estrepitoso ruido que quedó ahogado en el negro silencio que envolvía el lugar. El corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo, golpeándole la piel del pecho.
-          Señor Juez- dijo el recién llegado - parece estar usted un poco atemperado, debe descansar.
-          ¿Qué quiere? - preguntó con la voz apagada casi temerosa.
-           Algún tiempo atrás yo le dije algo- El hombre se sentó en una silla- yo le prometí algo, ¿lo recuerda?.
-          ¿Quién es usted? - Preguntó Juan.
-          Vamos- exclamó el desconocido- No me diga que no leyó el diario. Lo veo en su cara y también veo que todavía recuerda que en el momento en que usted me condenó yo le juré que volvería. Y volví. Son veinte años de cárcel y de condena solitaria, olvidada, triste. ¿Cómo va ha ser la condena cuando uno es inocente?
-          Yo no se nada- Juan se acercó al teléfono- Voy a llamara la policía.
-          La línea no tiene tono, un rayo tiró la línea- Luis se levantó y con violencia le dijo- Usted me condenó, y sabía que era inocente. Y vengo a cobrarme. Usted se aprovechó de un niño, me culpó de la muerte de mis padres. Nunca se ocupó de buscar la verdad.- El Juez sacó rápidamente el revolver que llevaba en la cintura y le apuntó. Luis sonrió y tranquilamente le dijo:
-          Ahora quiere matarme, más feliz hubiera sido si lo hubiera hecho veinte años atrás. Ahora me da lo mismo. Puede ser distinto para usted, tal vez solo han transcurrido unos años, pero para mí es el día siguiente al juicio. Yo no he sentido el paso del tiempo. Solo tengo la amarga sensación de haber perdido mi vida.
-          Lo siento- dijo el Juez- yo sabía que usted era inocente, no desde el principio,  pero un crimen necesita un culpable. Todo crimen que no encuentra un responsable es una mancha a nuestro sistema de justicia. No podemos dejar que el temor por el crimen sin castigo se adueñe de nuestra sociedad. Si no hay confianza en la justicia, que nos queda. Lo siento por usted, el caso de la muerte de sus padres causó estupor en nuestra comunidad. Teníamos un crimen, necesitábamos un responsable.
-          Lo odiaría, pero... - dijo Luis y tomando aire- pero hay otra justicia que le caerá como un martillo en la cabeza. Y ese será el final. El triunfo final de la justicia. Y no creo que en esa justicia pueda usted intervenir.- y diciendo esto se dirigió a la puerta. Lo miró de reojo y dijo- Adiós.
-          No- dijo el Juez- no se puede ir.
Sonaron dos disparos. Por la puerta pasaba la prostituta que inmóvil observó como un hombre abría la puerta de la casa del señor al cual le había pedido el teléfono. Juan dio unos pasos y cayó sobre la vereda mojada por la lluvia. Detrás de él, apareció el Juez empuñando un arma aún humeante. Ella corrió. Nunca más caminó por esa vereda. En el piso, yacía muerto el extraño. Un hilo de sangre corría hacia la calle. El Juez se acercó para constatar si vivía. La luz de la calle iluminaba el rostro del intruso. Al acercarse, el Juez, vio con espanto la sonrisa tranquila de Luis.
Esa noche fría y húmeda,  la policía recibió un llamado, un Juez decía haberle disparado a un hombre. Cuando llegaron, sobre la vereda había un hombre muerto en el piso. Junto al cadáver, el Juez se encontraba sentado, con la mirada extraviada."
-      Tengo sueño- dijo José- me voy a dormir.
-          ¿Y? ¿ Qué paso? - preguntó Ariadna- ¿qué hizo el Juez?
-          Nada, murió tiempo después, fue un confuso caso de suicidio. La conciencia le jugó una mala pasada. - dijo José.
-          ¿La conciencia?- preguntó Juana.
-          La justicia - sentenció José. Era muy tarde y la tormenta había pasado. En el cielo diáfano  se podían ver las estrellas claramente,  como ángeles en busca de paz. Juana miró por la ventana. La quietud reinaba fuera.

¿?

Si los días son más brillantes, si las lágrimas se secan, si el rocío perfuma, será una señal de algo?

POR QUÉ?

Por qué mi corazón siente nuevamente? Por qué el dolor de volver a depender de la mirada, del cariño, del gesto de otra? El frío del pecho lentamente sucumbe a sus palabras.
Temo por mí, por mi alma, por mi corazón.
Triste y melancólico me sumerjo en el brillo de sus ojos, y abandonado de mi, suspiro aguardando que nuevamente mi corazón sea despedazado, o no.

El Arroyo

            En un lejano país existía una extraña maldición, se decía que todos aquellos que  cruzaran   las heladas aguas del arroyo que había cerca del bosque caerían heridos mortalmente.
            El pequeño pueblo se llamaba Zequeva, y era habitado por campesinos que, temerosos de la leyenda, no se atrevían a cruzar el pequeño surco de agua.
Cuenta la historia que tres niños, desobedeciendo la autoridad paterna, incursionaron en la zona prohibida. Ese día vieron en la otra orilla del riacho a un caballero de deslucida armadura. El hombre buscaba la mejor manera de pasar por el maldito charco de agua, cuando vio a los niños del otro lado.
Le preguntó por dónde podía pasar, a lo que ellos contestaron:
-         No sabemos por donde es mejor pasar - dijo el menor de los tres jóvenes -.  Y no debería usted hacerlo. Hay una maldición... - se detuvo dejando la oración inconclusa, el pánico que lo silenciaba provenía del solo hecho de  mencionar la leyenda.
-         No creo que sea demasiado terrible cruzar este hilo de agua, pero dime cuál es la leyenda.- dijo el caballero con una sonrisa de placer, como queriendo participar inocentemente del juego de los niños.
-         Ocurrió  – intervino el mayor-  hace muchos años. En el pueblo vivía una mujer, cierta mañana de primavera fue en busca de flores. Unas flores blancas y olorosas que crecen del otro lado.
-         Jazmines – Interrumpió el hombre.
-         Si – dijo el niño y continuó- Ella se ahogó al cruzar el arroyo, nadie supo nunca como. Ya que la profundidad es nula. Algunos dicen que la raptó un dragón, y al resistirse cayó y fue cubierta por las aguas. Dicen que todo aquel que intente pasar será consumido por su venganza.
-         ¡Dime!. - repuso el caballero- ¿Cómo era aquella buena mujer?
Los niños dudaron unos momentos y el mayor le respondió:
-        No sabemos, pero hemos recibido por nuestros padres, que era la más hermosa del pueblo.
-         Entonces, de ser así no debe buscar venganza.- Dicho lo cual enfiló su caballo a lo que él intuyó era el mejor lugar para pasar.
Los niños siguieron paso a paso el itinerario temeroso del caballo. Pero el caballero se encontraba tranquilo, seguro, no quitaba los ojos de aquel misterioso arroyo.
Cuando ya se acercaba a la mitad de su trayecto, comenzó a soplar una fresca brisa. Los pájaros dejaron de silbar, y todo el bosque que se encontraba a los costados del arroyo  murió por el lapso de unos segundos. Todo a su alrededor pareció apagarse, hasta la luz de la mañana se redujo a una penumbra lúgubre Las nubes comenzaron a cubrir el cielo y lentamente comenzó a llover. Era una lluvia imperceptible, apenas podía sentirse como un leve rocío que impregna el suelo las mañanas de primavera, pero a pesar de ello impedía ver a los lejos. Por esta razón el caballero perdió de vista a los tres jóvenes. A medida que su caballo siguió avanzando, pudo distinguir una figura casi fantasmagórica.
En un punto su caballo se detuvo nuevamente. El espectro era cada vez más nítido, pero nunca se podía determinar finalmente quién, o que, era. Cuando pasó un tiempo más, se comenzó a distinguir la forma de una mujer. Ella estaba parada frente a él, con una canasta vacía en una mano y un vestido suelto. Finalmente el caballero pudo verla con claridad. Era hermosa, tanto que creyó estar frente a un ángel. Era seguramente un ángel porque no pueden existir unos ojos celestes más hermosos, tanto que darían envidia al mismo cielo. El marco imponente del bosque a sus espaldas contrastaba con su estilizada figura.
Ambos se quedaron en su lugar sin pronunciar ninguna palabra hasta que ella, con voz suave, dijo:
-         ¿Cómo es que te atreves a cruzar por este arroyo?- su voz no denotaba ninguna amenaza.
-         Perdón mi señora, pero es que debo llegar a mi ciudad, que está del otro lado del arroyo. - Él no podía dejar de mirarla, porque hay momentos sublimes donde queremos contemplar la belleza y nuestros ojos no alcanzan, porque la diáfana existencia de lo hermoso se impregna de toda la luz del universo.
-         Debes saber que aquellos que violan la prohibición deben morir –ahora era amenazante -
-         Al menos moriré con el consuelo de haber visto a la mujer más hermosa que he conocido en toda mi vida. – Hizo una pausa y continuó- He vivido mil batallas, estos ojos han visto morir a mis amigos. Sufrí hambre y frío. Los vientos más fuertes de la tierra me han cortado la cara. Las maravillas del mundo he visto. Muchas mujeres hermosas por mi camino he cruzado. Pero jamás, nada de esto ha sido tan revelador ni tan excepcional como vuestra augusta hermosura. Por lo que a mí me queda, nada me importaría menos que morir, pero siempre que sea a vuestros pies.
La mujer meditó unos segundos, sonrió y luego desapareció junto con la lluvia. El caballero se encontró solo, ni los niños se encontraban cerca, corrían desesperadamente hacia el pueblo.
El caballero siguió su camino, su ciudad quedaba lejos del arroyo, pero durante toda su vida cabalgó hasta él para contemplarlo los últimos días de la primavera. Nunca jamás lo volvió a cruzar. Era un juramento, esos que solo hacen los caballeros y como tal lo cumplió toda su vida. Como si se tratara de una necesidad impostergable retornó todos los años. Fueron los años oscureciendo su vida. Fatigado y viejo, al morir pidió ser arrojado a las aguas del pequeño arroyo, para descansar eternamente.
Finalmente, un día lluvioso y triste murió.
Dice la leyenda, que el día en que fue arrojado a las aguas, hubo una pequeña tormenta, era imperceptible y algunos aseguran que una mujer, parada sobre las aguas, le tendió la mano al caballero y éste levantándose la besó. Luego ambos desaparecieron. Ocurrió en los últimos días de la primavera, donde el rocío impregna el suelo y flota en el aire un fresco aroma a jazmines. También cuentan que vivieron eternamente felices, pero eso nunca lo sabremos.



EL HADA


Había una vez un hada pequeña que coleccionaba flores de fresas de primavera, lo cual era fácil si pensamos que en el pequeño país de Tnek, la primavera era la única estación del año.
Pasaban los días en su feliz y simpática tarea, al son de una vieja canción que las ancianas hadas cantaban en la cabecera de las camas de las pequeñas hadas en su revoltosa niñez.
La candidez de su sonrisa, la belleza de sus ojos, y la luminosidad de su alma, hacían de Lim, el hada más deseada del bosque de Tnek.
Tan famosa era la alegría que producía en el alma de la gente, que la historia fue pasando de pueblo en pueblo, de boca en boca, hasta que llegó a oídos del Rey de Nmorak, más conocido como el Rey Negro.
Ghert, el Rey Negro, ordenó a sus soldados que se aprestaran a la búsqueda del hada famosa.
Sus guardias fallaron una y otra vez, hasta que cansado de la ineptitud de su gente, decidió atraparla el mismo.
Luego de varios días en el bosque luminoso de Tnek, una noche cerrada, sin estrellas, la capturó cuando intentaba llegar a una recientemente nacida flor de fresa.
Exultante, Ghert, el Rey Negro, la llevó a su castillo.
Al sacarla de su bolsa, la colocó en una jaula de oro de ofir, traído del mismísimo Ezion Gueber.
Pero el hada no brillaba, no sonreía, no iluminaba.
-          ¿Qué te ocurre? –gruñó el Rey Negro.
El hada no contestó, trémula, se arrinconó en la esquina de su jaula.
-          Soy el Rey, te ordeno que me respondas, que me hagas feliz, te ordeno…-
El Rey no pudo continuar su frase, el hada derramó una lágrima brillante, más bella que un diamante, y más pura que el agua de manantial. Y mustia se recostó sobre el piso de la jaula y murió.
-          Inaudito!- Gritó de cólera Ghert- no puede morir! Es el hada de la felicidad!. Llamad al brujo, que venga!
Los peones del Rey se movieron con rapidez y trajeron al viejo brujo decrépito, que rápidamente se precipitó sobre el hada. Luego de examinarla, se volvió hacia el Rey, y le dijo:
-          Estúpido, duro de corazón, necio, ¿Cómo pretendiste encerrar la felicidad para tu propio bien? El hada ha muerto por tu codicia.
Apesadumbrado, el Rey Negro, dejó la sala, y se sentó en el trono de los Reyes de Nmorak, y abjurando de su negligente conducta, pidió perdón desde el fondo de su corazón.
De tanta tristeza, una lágrima oscura y pesada rodó por su rostro. Al mismo instante, el cuerpo del hada desapareció.
Dicen que el hada volvió a la vida en el bosque, pero los más ancianos, los que en verdad siempre saben la verdad de las cosas, cuentan que el hada vivió en el corazón del Rey Negro, hasta el fin de sus días.

DIALOGO

- Qué ocurre? - dice el secretario.
- Nada, ocurre que está muriendo... - con tono bajo dijo el médico, señalando al enfermo.
- Se equivoca - dice Tomás - no me muero, ocurre que mi corazón ya no tiene calor.
- Pero Señor! - interrumpe el secretario suplicante.
- Nada, que no puedo sentir más, con qué sentido podría seguir respirando. Para que intentar encender lo que frío, seco y muerto está. - Tomó el vaso de agua, y les pidió que lo dejaran solo.

La Princesa y El Dragón

     
         Era Invierno, una estación poco propensa para encontrarse con Dragones, y a pesar de ello, frente a mí se erguía imponente la infernal criatura. También no es común hoy en día ver a una princesa raptada por una bestia, pero la realidad me mostraba otra cosa. Esposada a un muro lloraba una princesa. Su belleza era descomunal discrepando con su pequeña figura, como si Dios al crearla hubiese considerado exagerado atribuirle un gran cuerpo a tan augusta lozanía. Los prados se iluminaban con su risa y sus ojos verdes, humedecidos por el llanto, requerían algún auxilio.
         Yo no soy un caballero muy valiente, y debo reconocer, no sin vergüenza, que no me sentí lo suficientemente fuerte y arriesgado como para sacarla de su estado de cautividad. Contemplé a lo lejos cómo sucumbía con su llanto. Y no hice nada. Paralizado, decadente, no era digno de ser llamado hijo de esta tierra. Cobarde. Es que en cierta forma, me excusaba, jamás podría arrancarla del suplicio del Dragón. Él es más fuerte.
         Los días fueron pasando y el llanto se fue agotando, parecía resignada, sumisa. Consumida por el dolor se entregaba a la bestia. Y fue allí donde reaccioné. No pude ver echada tanta belleza a los brazos del abismo blasfemo de la bestia. Tal vez yo perdía lo poco que tenía. Era probable que después de salvarla la perdiera. Quizá no volvería a tener la posibilidad de contemplarla, mas aquel sacrilegio a la vida, ese abandono a la inmunda fiera, no podía ser admitido por un caballero, aunque débil, que se preciare de tal.
         Empuñé mi espada. Aún no sé de dónde surgió tanta fuerza. El ocaso del día iluminó levemente la hoja de mi espada, y el Dragón lo percibió. Pude ver el odio en sus ojos gélidos. Me enfrentó violentamente, arrojándome de un golpe contra una roca. Me rehice lo más rápido posible, y cuando logré incorporarme, volvió a lanzar un furibundo golpe que afortunadamente evité con un salto. La confianza se fue apoderando de mi cuerpo. Un fluido mágico y caliente dominó mis entrañas, y me renovó el carácter. Ya no era tan difícil vencer al Dragón, pensaba, y poco a poco dejaba de producirme miedo su descomunal figura. La bestia maléfica se había convertido en un espectro, en algo débil, casi inexistente. La figura omnipotente de la bestia se fue diluyendo, como el sol del día que había terminado. Se agotó. A medida que yo cobraba fuerza, lo que había sido un temible y abominable ser, ahora yacía agonizando en el piso. Sin tocarlo, había perdido todo el temor que inspiraba y había perdido la raíz de su existencia. La princesa había observado atentamente el desarrollo de la pelea. Me acerqué y procuré quitarle las cadenas que lastimaban sus muñecas. Una vez libre se volcó en mis brazos y lloró.
La noche había destronado al sol y la ennegrecida inmensidad se poblaba de minúsculos reflejos de luz, como si el sol hubiese estallado en millones de pedazos y ahora sus esquirlas deterioraban la oscuridad. La princesa cansada se durmió frente al fuego. Era bella y no tenía nada que envidiar a las hadas. Nunca podré olvidar su pequeño rostro enrojecido con el dolor del sufrimiento, ni sus pequeñas manos cruzadas sobre su pecho. Y no es que tenga buena memoria, sino que los bellos recuerdos nos guían tanto en la vida como en la muerte. Todos sabemos lo difícil que es sobrellevar el dolor, sólo nos aplaca el sufrimiento la existencia terrena de esas pequeñas criaturas, dulces, angelicales.
            Un frío me recorrió la garganta. Intenté tomar mi espada, pero mis dedos y mis manos no respondieron mi llamado. Quise gritar. El silencio de la noche era perceptible y gracias a él pude constatar que mi corazón ya no latía. Un charco de sangre brotó de mi pecho. Rojo y caliente. Dicen que el último instante de la muerte queda impreso en nuestros ojos. Mi imagen fue la de mi bella y dulce princesa, con los ojos aterrados y la tenue figura del Dragón.
No triunfé, de hecho perdí. No todos tenemos pasta de héroe, pero confío en que Dios enviará para bien de aquella mujer un salvador. Aquel que la libere del horroroso cautiverio de la bestia. A mí me espera la eternidad y el consuelo de sus hermosos ojos verdes.