El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

Decentemente

Arrepentido y humillado por esas pequeñas cosas de la vida, que hacen tan entretenido esto de amar, morir y vivir, me descubrí enrollado en un pensamiento, antiguo como el misterio de la muerte e insistente como el pecado.
Mis cavilaciones se producían sobre una idea nefasta, y la pregunta que rondaba mi cabeza era para qué sirve una suegra.
Ciertamente, no tiene ninguna utilidad práctica, o alguna función útil en la vida de un sujeto promedio, salvo obvio la función de haber traído al mundo a la persona que uno ama. Pero desde la emancipación, no hay justificativo ético para la subsistencia de esa figura política.
Si bien es cierto que hay amigos que se sirven de sus habilidades para cuidar niños, a la hora de tener que asistir a un casamiento o fiesta, no es menos cierto que la misma suegra, con su venenosa lengua y sus gestos perversos, no dejará de facturarle el favor con cosas mucho más caras que el dinero.
Adentrándonos en la psiquis de una suegra, uno no termina de dilucidar si sólo existe para molestar, ofender y calumniar, o su calumnia, ofende y molesta por existir. En la segunda hipótesis lo más simple sería cancelarle la existencia.
Pero lo arduo de la cuestión es que no hay un móvil aparente para dicho comportamiento.
Tienen ese andar pedante de aquellos que han vivido mucho, pero incapaces de transmitir conocimientos dejan que su propia hija cometa los mismos errores que ellas cometieron saturando a su marido, hoy más interesado en la tabla de posiciones del Spatak de Moscú, que en su esposa (hoy devenida suegra).
Los hay, y dolorosamente lo reconozco, una subraza de hombres que ante el temor que le inspiran estas hijas de Salem, las defienden y ponderan con una pasmosa coquetería, dignos del más denigrado paje de corte real.
Pero todos en el fondo lo saben, y lo perciben, las suegras van por nuestra tranquilidad, paz y armonía.
Buscan como Mefistófeles hacerse de nuestra alma, para una vez en sus manos entretenerse hasta que algún otro infeliz recaiga en el centro familiar.
Es muy conocida la siguiente historia entre los viejos de Baviera, en Alemania, ya que en Bersenten, un pueblo escasamente habitado, en donde sus habitantes trabajan decentemente y son tiernos y afectivos con sus esposas, vivía un joven austríaco. Klaus.
Él vivía, felizmente casado, y hacía las veces de encargado de la oficina postal.
Cumplía con su trabajo tan decentemente como con su esposa era tierno y afectivo. Hombre querido y acariciado por su comunidad, saludaba contento a toda la población de Bersenten. Una noche oscura e impenitente, sintió golpes a su puesta, como los arrebatos de desesperación.
Servicial y samaritano, abrió con prisa la puerta, sólo para encontrarse con la gélida e inflexible cara de la madre de su esposa.
A los gritos, la mujer ingresó al comedor del agente postal reclamando atención y cuidado. Lo exigía porque ella era la dadora de la felicidad que él ahora poseía. Le exigía amor y comprensión con su menopausia, y entusiasmo a la hora de criticar a las vecinas, amigos y familiares. Antes de sentarse a la mesa, le impuso al joven una nueva forma de vivir, que ella, cuidadosamente y en cuotas le iría informando, siendo la primera regla prepararle un tazón de sopa, y una palangana tibia para los pies.
Klaus, agente de correo, un sujeto práctico, sopesó las posibilidades y prefirió clavarle un atizador de fuego en la cabeza, sometiéndose a los tribunales de justicia, que pasar dos meses con esa monstruosa persona.
La colocó en una funda de correo, y cargándola al hombro, fue hasta el domicilio de Juez de instrucción. Le contó la historia, y se puso a su disposición.
El viejo alemán funcionario de la Justicia, lo miró, hizo una llamada, e ingresaron tres agentes, dos tomaron la bolsa y el tercero lo escoltó hasta su casa.
Al día siguiente, Klaus, volvió a sus tareas, las que realizaba decentemente, y con su esposa con quien era tierno y afectivo; y notó, que los hombres del pueblo lo saludaban con respeto y cortesía, notó por primera vez que en Bertensen no había suegras, y que siempre, siempre luego de un casamiento la madre de la novia emigraba, por esto Klaus y los habitantes de ese pequeño pueblo podían trabajar decentemente y ser tiernos y afectivos con sus esposas.

Lluvia en París

Animado por la falta de instinto de autoconservación que padece cualquiera que ha sufrido la pérdida de un ser amado, dejé las alturas del Sagrado Corazón de París y me adentré en las tortuosas y rebuscadas calles del noreste de la ciudad. Caminé sin mapa y siguiendo un hipotético rumbo sur, que mágicamente me depositaría en las puertas del café Le Buci, cuya estratégica ubicación me permitía una cena y un ruidoso ambiente social.
De camino, me sorprendió una lluvia fresca y ruidosa, que desapareció a los pocos segundos de iniciada.
Lentamente, deteniéndome a mirar cualquier cosa, contando los pisos de los edificios, sacando fotos de las últimas hojas amarillas, comprando un café al paso, me perdí.
Inevitablemente había logrado mi objetivo y me encontraba sabe Dios en que parte de la Ciudad Luz, que a la postre comenzaba a encender las luces de las calles.
En cada esquina me encontraba con grupos de no más de cinco franceses que, inquisitivamente, observaban mi turístico caminar con una mirada que no intenté descifrar.
No hay que decir, que como buen nacional, y siguiendo la frase del poeta telúrico, me comporté como un torazo en rodeo ajeno, y apechugué sin ambages la situación planteada.
Dicha hombría me duró unos quince minutos hasta que decidí preguntarle a una joven gala, de hermosas facciones y simpática sonrisa, que me inclinó una mueca conmiserativa hacia mi poco refinado francés, y una frase afirmado su conocimiento del español.
Mientras le explicaba mi deseo de llegar a la calle L'ancien comedie, me recomendó seguirla, atento a que me encontraba en una zona peligrosa, y me convenía salir rápido de ahí.
Claudina, tal era su nombre, caminó junto a mi unas tres cuadras, mientras me censuraba ante mi caprichosa e indolente forma de hacer turismo, y se detuvo frente a la estación de metro de Riquet Stalingrad, informándome cómo hacer la conexión para llegar a mi destino.
Caprichosamente hermosa, hizo un gesto de saludo y comenzó a alejarse, sonriente, alegando que debía partir hacia el extremo del Metro que se dirigía a Nation, cuando desgraciadamente mi destino opuesto era Porte Duphin.
Ante la intempestiva despedida, casi sin poder reaccionar, sólo atiné a fabricar un ademán de despedida y hacer una inclinación para darle un beso.
Ella se detuvo, desconfiada, y farfullé una explicación. En mi país se agradece con un beso, en la boca, a quién ayuda a una persona a encontrar el rumbo perdido.
Debo confesar, que apenas terminé a frase me encontraba profundamente arrepentido y avergonzado. La joven gala me miró perpleja, ensayó una sonrisa divertida, se acercó, se puso en puntas de pié y me dio un sonoro beso en la boca.
Si. Impredecible y fatal como un rayo me besó y huyó hacia el andén que nos separaba, perdiéndose entre la gente que corría hacia el metro, no sin antes darse vuelta y lanzarme una última mirada de incredulidad, hacia mi, el turista estafador en el que me había convertido.
La mirada adusta, y los gestos de pocos amigos, sumados a un físico que me superaba ampliamente en altura y musculatura, de cinco nigerianos, me convenció de retirarme, más bien correr, hacia mi correspondiente anden.
En la butaca del metro, me sonreía estúpidamente, de mi y de un beso, tan fugaz y fresco como una lluvia de otoño en París.