El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

Silencio

Poco valorado, hoy no hay un segundo para estar en silencio, comemos, trabajamos, caminamos, reímos, charlamos con música, gente ruidosa, ómnibus, aviones, celulares con sus gritones y chillones ringtones. No hay momento del día en el que podamos reposar sin oír nada, ni el grito sagrado de libertad. Siempre el bullicio, siempre con gente que no se calla, siempre ahí entre pitidos y arrítmicos golpes de modernidad. Ya ni en el cementerio hay paz, los jardineros atormentan con sus malditos tractores para cortar césped. El hombre moderno no quiere el silencio porque con él, inevitablemente, aparece la introspección, y con ella el reproche y la culpa de nuestras miserables actitudes. No hay nada más silencioso que el escaneo de nuestro corazón, y por eso preferimos el ruido. Ahora dejo esta columna porque estoy en silencio, y estoy sintiendo grima.
ay! como duele, como horada, como arranca la chispa de la vida. Depresión, tú, la que nunca me dejas vivir.

Gracias

Siempre peco de poco agradecido, nunca digo gracias. Tal vez porque decir gracias es reconocer que uno no puede todo. También decir gracias es depender de otro. Decirle gracias a alguien pone de relieve nuestra humanidad, y deja entrever el alma. Desnuda el alma. Por eso gracias, a todos, porque han estado en estos días negros, tristes e incómodos, soportándome. Simplemente, Gracias

Loa

Qué envidia!, oh! muerto, que descansas sin pesares! Que alegría para tí!, árbol, cuyos fundamentos son sólidos y nada te afecta. Que feliz!, tú, ave, que no fijas un lugar. Que triste, tú, hombre, que piensas y no encuentras respuestas, que sientes y tu alma no se conforta, que quieres, pero estás tan muerto, inmóvil y desarraigado que, definitivamente, ya no sientes nada.

EL FUNERAL

La triste pantomima de la muerte había concluido. Los ojos vacíos del muerto, visiblemente desorbitados, tornaban el cuadro más patético.
Estrecha y fría, la habitación sólo albergaba algunos muebles viejos, dispares. Junto a la cama, el doctor cerraba los ojos de aquel hombre que había padecido su enfermedad hasta el final. Estoico, el ayudante del muerto, no podía borrar de su retina las últimas horas vividas.
Unos minutos más tarde, se llevarían el cuerpo, rígido y frío, hacia el cementerio. Era una condición del reciente fallecido. Nada de nada.
Los empleados de la municipalidad lo colocaron en una camilla metálica, envuelto en sus sábanas, y lo cargaron torpemente en la ambulancia. Fría y gris, la mañana no presagiaba nada bueno, y gente al ver la ambulancia se acercó a la casa.
Martín, el ayudante del muerto, fue abordado por mil preguntas, oportunistas y lisonjeras, con el fin de obtener alguna pieza u objeto del muerto.
-   No hay nada de valor, dijo cortamente Martín, y conforme la mañana daba paso al vasto sol, se alejó del lugar.
A la tarde, frente a las puertas del cementerio, Martín se detuvo. El doctor que lo seguía le reprochó su estancamiento y le aconsejó que lo acompañara. Pomposo y hablador, le expuso mil teorías de la muerte digna, mientras que al mismo tiempo aventuraba otras tantas sobre la causa del fin del desdichado hombre.
Martín sentía frío. La oscura y triste fachada de los Mausoleos le desagradaban mucho. Casas de muertos, pensó. Quizás allí, esperen el juicio.
El sacerdote dio una bendición solemne, pero a pesar de ello no pudo arrancar ninguna lágrima a los concurrentes.
Lentamente se fueron marchando todos, los familiares, los amigos, los empleados. Era un gran funeral, para un pequeño muerto. Un hombre poderoso e insigne. Hábil para la oratoria, aclamado por sus colegas, un hombre completo.
Martín sentía un vértigo espantoso, la cabeza le zumbaba, la fosa minúscula se le asemejaba un abismo. Retumbaban las palabras del muerto, una y otra vez. Las oía desde el fondo del pozo. Estaban en el aire, en los mausoleos, en cada lápida húmeda.
Mientras los empleados municipales tapaban con tierra el cajón, Martín recordó las últimas palabras del tan encumbrado hombre.
- Nunca amé a nadie.