El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas. (G.K.CH)

El viejo

Sentado en La Biela, cavilando en preocupaciones mundanas, trataba de tomar un café antes de que se enfriara, ante mi impasible inmovilidad.
Bucólico, pero en Buenos Aires, quería escribir algo, pero no podía. Era obvio que el día a día me consumía el deseo de escribir y leer.
Sin quererlo, había dejado de lado al teórico y sólo podía articular el hombre práctico, el que siempre prestaba su atención al trabajo y sus menesteres.
Luego de unos minutos de intentar salir de la inercia literaria, sin resultado, comencé a sentir una sensación extraña. La incomodidad era claramente, la de sentir que me miraban.
Y al reconocer el medio, pude divisar cerca, no muy lejos, una fría y seca mirada.
Dos hombres compartían un café.
El más simpático, sonreía a los paseantes mientras escribía unos trazos en un libro viejo sobre la mesa.
Claramente era un dandy, de esos que ya no viven, de los que devolvían cortesía frívola de la argentina ganadera de los 60.
Tenía una cortesía paquete con los señores y una mirada pícara a las señoras que se ruborizaban ante el atrevimiento de aquel caballero de intenciones poco decentes.
El otro, callado cual tótem americano, que sólo dirigía su atención escasamente, y siempre con desgano.
Descaradamente soberbio, se instalaba en el salón a sus anchas, sintiéndose sobradamente superior al resto de los humanos que nos encontrábamos ahí. Sostenía su bastón como un rey viejo y cansado sostiene un cetro.
Las arrugas le surcaban toda la cara, vestía sobrio, pero con clase, con ese estilo de bibliotecario de vaya uno a saber que clase de libros retorcidos que brillaban en si cabeza cana.
Cansado de tanta fijación, le hice un saludo, cortés, pero distante.
No hizo más que ignorarme, seguramente yo no estaba a la altura de su autopropulsada superioridad.
Un tanto contrariado con esa actitud altanera, me acerque a saludarlo. Con firmeza, le mostré mi mano e ignorándome, siguió en su mundo de fantasía.
Airado le arrojé: “con esa actitud horrible y absurda va a lograr que alguien lo mate”.
Sin mirarme siquiera dijo: “¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad”
Y percibí un leve rictus que descargaba sobre la conversación una sonrisa burlona.
Iracundo le dije: “Viejo sucio y pedante, quién se cree? Acaso tiene la vara del gusto y el derecho de marcar con su aire aristocrático los buenos de los malos? Quién pretende ser usted? Sepa que lo declaro mi enemigo, mi adversario, y deberá cuidarse de mi como de la muerte”
El viejo, sin inmutarse y con voz serena me susurró: “Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos.”
Y derrotado en mis propias palabras, volví a mi mesa. Herido en el orgullo y con más preguntas que respuestas, abstraído en mis pensamientos, mudo quedé, y así pedí la cuenta con una seña corta.
Salí por otra puerta, para no pasar por delante de ese infierno de hombre, que quedó pensativo y ajeno al mundo, mientras su socio saludaba a unas damas que gentilmente le regalaban una sonrisa frívola y volátil como cualquier día de verano en Recoleta.